viernes, 25 de septiembre de 2009

Un cuento de misterio

RECOGIENDO LOS PASOS


Lo vi parado al fondo del patio, cerca de la pluma en la que recogíamos el agua para el consumo de la casa. Estaba vestido todo de blanco y en una mano tenía algo así como un bastón o una vara santa. La noche estaba oscura y metida en lluvia y el canto de una lechuza sentenciaba la suerte del enfermo de la esquina. A lo lejos se escuchaba un porro tocado por la orquesta del cabaret El cocodrilo.

Al verlo sentí un estremecimiento por todo el cuerpo, más intenso del que sentí la vez que vi, en el camino que va a la ladrillera de Calamar, al temido personaje de los dientes de oro, patas de sátiro y cola de flecha. Yo estaba orinando y del susto suspendí la tarea, me mojé los pantalones y salí corriendo con dirección al cuarto que le habían alquilado a mi mamá.

Allí le conté lo que había visto y ella, para no asustarme más, me dijo que me acostara, que con seguridad esa visión había sido producida por un alma en pena que aprovechaba la oscuridad de las noches sin luna para recoger las oraciones de las beatas.

Motivado por esa explicación intenté ver las siguientes noches al señor alto y trigueño, vestido de blanco, pero no volvió a aparecer. Y terminé por olvidarlo y en desplazar mi interés de adolescente curioso hacia el desfile diario de cabareteras que solicitaban los servicios de modistería que ofrecía la dueña de la casa y en el exhibicionismo delicioso que había en la prueba de los vestidos que mandaban a hacer.

Un mes más tarde mi madre recibió de su prima Evelia una carta con un recorte de prensa que daba cuenta de la muerte de mi padre biológico en la ciudad de Bogotá y que le ponía fin a la espera alimentada por las adivinas del Paseo de Los Mártires, a quienes le consulté su paradero una y mil veces y de quienes obtuve siempre la misma respuesta: “Su padre está vivo y lo piensa mucho”.

Mi madre –que por mí no perdía las esperanzas de volver a verlo--, con lágrimas en los ojos y el recorte de prensa en las manos, me dijo:

--Hijo, me duele en el alma decirte que ya no vas a poder conocerlo... aquella noche a quien viste fue a tu padre, que estaba recogiendo los pasos y quiso saludarte en espíritu antes de iniciar el viaje a la eternidad.


Montería, Octubre de 2008.

martes, 22 de septiembre de 2009

Una fábula fantástica

UN PERRITO SOBERBIO

Érase una vez un perrito que quería ser el amo y señor de toda la comarca. Comenzó señalando con su orina el territorio de su barrio y fijó entonces mojones precisos que prohibían el paso a los demás perros del entorno. Luego marcó el espacio del pueblo y a todos sus congéneres les dijo que sólo él podía ladrarle a la luna por las noches. Pero no estuvo conforme. Entonces decidió que el único gozque que podía olfatear los prados y bosques de Colombia era él y se orinó en la Patria con emocionado gesto. Finalmente, engreído hasta el cansancio, determinó que sólo él podía coger a las demás perras de América y se orinó el continente desde el estrecho de Behring hasta La Patagonia.

Su soberbia no parecía tener límites y pensó hacer lo mismo con todo el planeta y se situó en la cima del monte Everest con la intención de orinarse todos los países y mares de La Tierra. Antes de hacerlo miró hacia el cielo encapotado y sonrió, pensó entonces que ya le tocaría el turno a las estrellas, a las que ya imaginaba apagadas por su orina. Nuestro perrito aspiró todo el aire de ese tejado del cielo, alzó su pata y comenzó a orinarse todo el Himalaya, monte a monte, pico a pico. Un monje Lama que lo vio en su desenfado invocó enfadado a los dioses y produjo el milagro. Por entre las nubes apareció un dedo inmenso, brillante como el sol, y una voz de trueno que le dijo:


--¡El único que tiene derecho a orinarse en el mundo soy yo¡-- Y lo destripó en la cima.


2001

martes, 15 de septiembre de 2009

Un cuento tierno

CIELITO

Se llamaba Cielito y era un ángel en busca de amor. Tenía siete años, un solo vestido y las ganas de tener un papá que la consintiera. Mi madre era amiga de su madre, le compraba la lotería todas las semanas y le brindaba –a ella y a la niña-- un vaso de chicha de Badea que ella hacía y vendía en su colmena del Mercado Público. Tantas fueron las visitas y los vasos de chichas que Cielito, a instancias de su madre, empezó a decirle abuela a mi mamá. La mamá de Cielito –es conveniente decirlo-- había sido meretriz y de esa época de su vida le quedó la niña y se había convertido en vendedora de ilusiones para no marcar el destino de su hijita de padre desconocido con el estigma de la profesión más antigua del mundo.

Un día cualquiera la citada vendedora de lotería le dejó a mis padres a Cielito para que se la cuidaran porque ella se iba a aventurar a Venezuela. Y mis padres, quienes residían en esa época en el barrio Montería Moderno, la recibieron gustosos. Desde entonces Cielito vivió con nosotros y alegró nuestro hogar con su encanto de niña. Y yo tuve que destinar de mis ingresos como locutor de radio una pequeña parte para la compra de su ropita.

Una noche en la que se festejaba mi cumpleaños, mi mamá les presentó Cielito a mis amigos invitados y éstos, maliciosos, le preguntaron quién era su padre. Cielito miró a mi mamá y me miró a mí, y no sabiendo cómo explicar su venida al mundo, me señaló con uno de sus deditos. Todos me miraron con picardía entonces y yo, por mi inexperiencia de adolescente, cometí uno de los errores que más he lamentado en mi vida. En lugar de seguir el juego le dije altaneramente a Cielito que yo no era su padre y ella se retiró de la sala cabizbaja y no pudo seguir exhibiendo esa noche su vestidito nuevo y su hermosa sonrisa.

Todos me regañaron. Hasta mi novia, diciéndome que no había necesidad de hacer esa aclaración porque todos sabían la verdad y que con ella no hice sino herir los sentimientos de la niña, que se distanció de mis afectos desde entonces.

Unos meses después apareció la madre de Cielito con la decisión de llevársela para Maracaibo, porque ya contaba, según le dijo a mis padres, con unos buenos ingresos, los suficientes para darle a Cielito la educación que se merecía. Mi madre y mi padre –que se habían encariñado con la niña-- quisieron oponerse pero no pudieron hacer nada. Y yo quise en ese instante ser el padre de Cielito para evitar que se la llevaran de nuestro lado, pero ya la niña no me veía con los ojos filiales del día de la fiesta y se fue con su madre para el país vecino. Y hasta el sol de hoy, como decía mi mamá. Sin siquiera una foto para recordar su angelical figura. Con la sola imagen de su ternura en mi memoria.


Montería, noviembre de 2008.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Un micro-relato de ciencia-ficción.

ACOPLAMIENTO CÓSMICO


El pordiosero se había acomodado en un rincón del kiosco de las retretas y se había cubierto con periódicos viejos, en uno de los cuales era visible la información acerca de las extrañas visiones de objetos voladores denunciadas por habitantes del condado.

Arriba, en la nave de Sharon, los técnicos preparaban la operación contacto; ajustaban para ello la piel de Elián, la voluntaria escogida para la primera experiencia. Elián era de piel oscura, como todas las expedicionarias del planeta doble de Tucán de la galaxia curvada de Proteo.

Sharon le decía a Elián: “Es fuerte aunque magro; bello, no obstante la mugre, y su mirada es triste como la de los pensadores de Triel”. Elián miraba también al pordiosero y decía: “Tiene las sinuosidades pronunciadas, precisas para un buen acoplamiento”. Ambas dejaron escapar una sonrisa de picardía.

El pordiosero dirigió su mirada hacia el techo del kiosco y vio cómo se coloreaba de anaranjado y todo el espacio alrededor se iluminaba como si fuera de día. Se levantó asustado y trató de correr pero un concierto de voces dulces lo detuvo y pudo más su natural atracción hacia lo desconocido.

Sharon le dijo entonces a Elián que el terrícola estaba listo para el cubrimiento. Entonces una nube de luz brillante envolvió al pordiosero y lo hizo sentir como si su cuerpo copulara con el aire y fue tal el éxtasis que se quedó dormido sobre el piso, ajeno por completo el ruido de las gentes que se arremolinaron en el lugar para indagar el origen de las luces.

2008

martes, 8 de septiembre de 2009

Uno de misterio y otro de CF

EL ENIGMA DE LOS MONJES

A mi esposa Idalia,
quien me contó la historia.


La colonial ciudad de Mompós no sospechaba que por sus calles adoquinadas y solitarias avanzaban esa noche, apenas favorecidos con la luz de los faroles, tres monjes templarios con una misión importante que cumplir. Era una noche de invierno, fría y con amago de lluvia. Los relámpagos herían el azabache del cielo y los perros de las casas aullaban como en los cuentos de terror, como si presenciaran el mohán del cual hablaban los abuelos ribereños en los velorios.

Los tres monjes llegaron vestidos con hábito y cogulla y portando unos extraños maletines piramidales que intrigaron al portero de la fonda del turco Aguabara. Fueron instalados por éste en un cuarto situado bien al fondo del patio, cerca del muro en el que alguna vez la hija del fondero viera los ojos de candela de un Lucifer ensoberbecido que protestaba porque ese año la procesión del Santo Sepulcro se la habían pasado por la puerta de esa casa y esa era una ofensa que un demonio que se respetara no podía tolerar, ni siquiera en una ciudad beata y supersticiosa como Mompós.

El turco Aguabara, no obstante su desconfianza natural frente a todo forastero misterioso, los atendió de buena manera. Tres monjes con maletines de cuero repujado y hábitos de lino eran tres clientes que no sólo le pagarían el hospedaje y la alimentación sino que le comprarían piezas de orfebrería con oro de quince como si fuera de dieciocho. Por eso le decía a su hija y a sus empleados: "Atiendan bien a los monjitos, que si no pagan con dinero pagan con los maletines".

La primera noche transcurrió en medio de los brisones que mecían los tejadillos de las casas como si fueran ramas, y los relámpagos que clareaban fugazmente el cielo y le permitían a los serenos vigilar mejor los callejones. La lluvia cayó tenue, disgregada, sobre las tejas y adoquines del pueblo, y un canto lastimoso que todos coincidieron en calificar del otro mundo, se escuchó a la hora en que los faroleros cumplían su misión de apagar las velas y las abuelas disminuían la mechita de las lámparas de aceite.

Al día siguiente, con un sol radiante de fondo y un concierto de trinos sobre los árboles, el turco Aguabara desperezó su humanidad de cien kilos, se enfundó en su pijama de seda china, se limpió las legañas con agua recogida, le ordenó a sus empleados el desayuno de los visitantes ("Huevos revueltos, café con leche y pan de sal. ¡Ah! Y jugo de naranja de entrada") y se sentó en su mecedora de bambú para ver pasar el tiempo. Afuera, sobre el pretil húmedo del zaguán, un viejo pordiosero tocaba el postigo en forma tan desesperada que más parecía un acreedor enardecido que un implorador de la caridad pública. "Dile a ese infeliz que se largue que hoy no tengo plata" le dijo el fondero a la mucama, quien lo miraba desde el cancel de la puerta. La muchacha miró al pordiosero y se limitó a preguntarle: "¿Ya oyó?". El viejo llagoso refunfuño y soltó una de sus acostumbradas permisiones satánicas: "Permita Lucifer que te caiga una saladera del carajo y te arruines". El turco le contestó furioso: "¡Tu madre es la que se va a arruinar, desgraciado!" y le ordenó a la empleada que cerrara el postigo y se pusiera a limpiar las materas.

El desayuno estuvo listo en pocos minutos pero los extraños monjes no aparecieron por el comedor, ni se les vio en parte alguna de la fonda durante toda la mañana. Al medio día, intrigados por el extraño comportamiento de los inquilinos, los amigos del turco Aguabara le recomendaron que los llamara a almorzar, pero el turco los tranquilizó diciendo: "Deben ser monjes de esas cofradías raras que hacen de la soledad y el ayuno el pan nuestro de cada día".

Una semana después, en Mompós no se hablaba de otra cosa. Pero el turco Aguabara, no obstante que su mujer no se cansaba de recomendarle que diera parte a la policía, y sus amigos, que colocara en la puerta del cuarto de los huéspedes una palangana con agua bendita, seguía creyendo que los monjes continuaban allí, en ayuno perpetuo por todos los males del mundo. Solo cuando el periodista Mieles Trespalacios consignó en las páginas de "El Universal" que bien podía tratarse de una metamorfosis como la de Kafka, basado en las versiones de un albañil, solo entonces permitió el dueño de la pensión el ingreso del Inspector de Policía. "Yo vi salir tres murciélagos por uno de los glifos de la ventana", había dicho el obrero que pintaba con albayalde una de las tapias del patinejo.

Cuando el Inspector ordenó, previo exorcismo practicado por el señor cura, la rotura del portón de la alcoba ocupada por los monjes, en su interior se escuchó un ruido como si un globo del porte de una catedral se hubiera desinflado, y en el ambiente quedó flotando ese olor a muerte detenida característico de los necrocomios. "Deben ser las almas de los tres monjes que ya se estaban dilatando de tanto esperar", dijo uno de los presentes en la diligencia. El cura se lo quedó mirando con una mirada de desaprobación que era casi una sentencia. Los demás rieron.

--¡Golpea fuerte!-- gritó el Inspector, dirigiéndose al oficial mayor, quien le daba y le dio a los aldabones con un martillo de diez libras, sin éxito. Luego lo intentaron el secretario, el sacristán y el agente de la policía, durante casi una hora, hasta que lograron vencer la colonial puerta, cuyas dos pesadas hojas se abrieron de par en par y dejaron ver el interior de la alcoba en toda su solemnidad.

--¡Santo Dios!-- exclamó el cura al contemplar los tres féretros colocados en sus respectivas camas. Regados por el suelo estaban los hábitos y las curiosas maletas piramidales que tanto llamaron la atención a los momposinos.

--¡Milagro! ¡Milagro!-- dijeron los creyentes apostados a la entrada.
--¡Abran los cajones!-- ordenó el Inspector.

Entonces el mismo oficial mayor, con un barrretón oxidado y la ayuda del policía, levantó las tapas de los tres féretros y esperó que sus superiores mirasen dentro para saber en definitiva de qué se trataba. Primero lo hizo el Inspector, luego el cura y después el secretario de la Inspección, el policía, el sacristán y el fondero. Y todos a una quedaron paralizados de asombro al contemplar los cuerpos semidesnudos de tres Cristos rozagantes de tamaño natural y al leer las tres notas manuscritas encontradas en cada ataúd con los nombres de las ciudades de Mompós, San Benito Abad y Zaragoza.

--Padre --dijo entonces el Inspector-- este asunto dejó de ser legal y se me sale de las manos, por lo tanto es suyo.

El cura párroco se acercó a los tres Cristos, los palpó con algo de temor y dijo: "Que raro, parece como si hubieran tenido vida y acabaran apenas de morir".

1981


IOD, EL ÚNICO


Las ráfagas de estrellas moribundas anunciaban la agonía de la pequeña galaxia, que era literalmente engullida por su vecina colosal, no obstante la tenaz resistencia de dos millones de años. Iod observaba desde su cubil la maniobra y pensaba en los millones de planetas que irían a desaparecer en el cataclismo, y en los miles de millones de seres que morirían sin darse cuenta.
Iod vivía en al séptimo cielo y para él las galaxias eran objetos diminutos que le entretenían sus observaciones. Vivía solo desde tiempos inmemoriales, sin padres ni hermanos ni esposa ni amigos. Y así había sido siempre. Ignoraba sus orígenes, sólo sabía que era Él, el Único y el depositario de la Fuerza, puesto allí para cumplir una misión que le sería revelada a su debido tiempo.
Miró —un millón de años después— cómo el último de los anillos de la galaxia pequeña se perdía en un desfiladero de materia oscura y generaba un estallido multicolor que semejaba el brillo del nacimiento del universo, por los tiempos del primer círculo. Percibió el llanto de los elementos disparados hacia la eternidad. Y alcanzó a sentir el dolor de una especie que había logrado acercarse a su pensamiento y que perecía devorada por el fuego.
Iod centró su mirador hacia ese sector del cielo y logró ver las ilusiones de sus pequeños seres diseminadas por el espacio que se llenaba de cenizas y escombros. Pensó que eran buenas y decidió salvarlas.
—¡Vengan! —le dijo a las pequeñas espirales que flotaban en el espacio que se abría.
Las cadenetas del mensaje se movieron hacia Él y Iod las envió con su fuerza hacia otro lugar del cosmos, y las sembró en las aguas de un planeta azul, para perpetuar las ilusiones de la especie devorada.
— ¡Que la vida, sea! —dijo en el instante de la siembra.
Y la vida fue, una vez más, y el planeta se llenó de plantas y de mares y con el correr del tiempo, de seres inteligentes que pensaron en Iod, pero de un modo diferente.

2008

miércoles, 2 de septiembre de 2009

MÁS BONITA QUE GEORGINA


A la hora en que el sol se metía en el horizonte del mar, el niño se sentaba en un banquito, todos los domingos, a mirar hacia el balcón de enfrente. En el segundo piso de esa casona colonial de la calle Larga, vivía una quinceañera de origen chino de apellido Wong y el niño, a pesar de su corta edad, estaba enamorado de ella. Como no conocía aún canciones de amor, le cantaba un porro que narraba las tristezas del dueño por la muerte de su gallo tuerto. Al final de la interpretación, que acompañaba con el ritmo de un tamborcito de cuero que le había regalado el niño Dios, el Romeo de la calle de Las Palmas le decía a su Julieta:

--Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito.

Y la jovencita se asomaba sonriente y le tiraba también besos al niño –que no cabía en su cuerpecito de la felicidad-- y los vecinos, quienes seguían de cerca la tierna escena, festejaban esos momentos de amor con palmas, sonrisas y una que otra lágrima furtiva.

Georgina –no sobra decirlo— se hizo amiga de la mamá y de los tíos del niño y lo visitaba todos los días cuando regresaba del colegio. En esos encuentros vespertinos la hermosa colegiala de ojos rasgados le llevaba paragüitas de caramelo al niño y respondía sonriente las preguntas de la mamá y le decía que sí, que se iría a casar con él cuando estuviera grande, que lo esperaría hasta que se convirtiera en un hombre hecho y derecho. Y el niño soñaba todas las noches con su boda y veía a Georgina con su traje blanco de cola y se veía él de vestido entero de paño, igual que la fotografía en sepia del matrimonio de los tíos.

Dos años después el niño seguía siendo un niño pero la joven era ya una mujercita casadera y con un novio real. Por algún tiempo Georgina y su novio le hicieron creer al niño que eran amigos nada más y que ella le cumpliría su palabra de matrimonio. Y él, aunque sospechaba que lo engañaban por piedad, seguía soñando en su boda con Georgina. Y le seguía poniendo serenatas los domingos con una canción nueva que se había aprendido y en la que un palomo le pedía a su paloma querida que volviera a su viejo nido.

Una mañana de domingo ocurrió lo que el niño ya temía. El balcón de la casa de Georgina estaba adornado con festones y lazos y había un inusual movimiento de personas que entraban y salían con paquetes y con viandas de fiesta. Rosa Helena, que así se llamaba la mamá del niño, vio que su hijo tomaba el banquillo y el tamborcito de las serenatas y le dijo que no saliera a cantarle a Georgina porque ella no estaba. Y trató de distraerlo con un paseo por el patio, señalándole las begonias, los helechos, los pájaros y los conejos, al tiempo que le decía que él estaba todavía muy pequeño para pensar en cosas de hombres, que ya Georgina había decidido organizar su vida en otra parte y que hasta allá no llegaría su voz con las canciones y el sentimiento de sus serenatas.

Al escuchar estas palabras de su madre, el niño salió corriendo hacia la ventana y alcanzó a divisar en la distancia de la calle el cortejo nupcial y ver a Georgina vestida de novia y a un joven con vestido entero de paño azul turquí que la llevaba del brazo hacia la iglesia, apenas a tres cuadras de la casa, y sintió por primera vez un nudo en la garganta que no se explicaba y comenzó a gritar ¡me ahogo! ¡me ahogo! y a pedirle ayuda a su mamá, que estaba a pocos pasos de él llorando también por la pequeña tragedia de su hermoso hijo.

La madre angustiada le alzó sus bracitos una y otra vez, lo besó, lo abrazó y le dio un vaso de agua con valeriana. Luego lo recostó en sus piernas y le susurró una bonita canción que le dice adiós a las golondrinas que se van, hasta que se quedó dormido.


A la mañana siguiente el niño se asomó a la ventana y notó que los festones del balcón se los llevaba el viento y vio a la empleada de los Wong barrer el arroz regado en la acera y en la calle. Luego miró hacia una de las puertas del primer piso y contempló a Raquel, la hija del carpintero del barrio, que salía de su casa con los libros del colegio en las manos.

Llamó entonces entusiasmado a su mamá para que la mirara y le dijo:

--Mami, Raquel también es bonita ¿cierto?

La madre vio otra vez el color de la ilusión en los ojos de su hijo y le contestó sonriente:

--Sí hijo, es muy bonita, más bonita que Georgina.


Montería, mayo de 2009.

Mis primeros años en Cartagena

LA CALLE LARGA
Pocos saben que mis primeros años de vida los viví en la ciudad de Cartagena, ciudad en la que nació mi mamá Rosa Elena Vélez. Era la Cartagena de los coches tirados por caballos que hacían las veces de taxis; del hoy moderno sector de El Laguito rodeado entonces de arena, de palmeras y de arbustos de hicaco; de la estación del ferrocarril ubicada en el lugar donde hoy queda el Banco Popular; del campo de La Matuna, escenario de partidos de pelota entre equipos improvisados; del reinado de belleza en el Teatro Cartagena y de las retretas en el Parque del Centenario; de cuando los notables con vestidos enteros de lino blanco se reunían en el camellón de Los Mártires todas las noches para hablar de todo. Era la colonial Cartagena en cuyo horizonte solo sobresalían las iglesias y las moles de los edificios Ganem y Andian y la torre de la Universidad, y que no se extendía más allá de los barrios El Bosque, Olaya Herrera, Amberes, Canapote y Marbella.

Viví en dos casas de la calle Larga del barrio Getsemaní. Una que hacía esquina con la calle de Las Palmas, adonde llegué unos meses después de mi nacimiento en Barranquilla el 14 de julio de 1942, recuperado de una enfermedad que casi me lleva a la tumba y de la que me salvé gracias a la asistencia médica humanitaria de un doctor de apellido Murillo que no le cobró a mi madre Rosa Elena sus servicios profesionales. Era la casa de mi tío-abuelo Luis Vélez Llamas y a ella nos llevó mi tío Agustín Vélez luego de saber que habíamos quedado abandonados en Barranquilla por mi padre biológico, quien se marchó para Bogotá a reclamar su herencia paterna y nunca más volvió. Años después, cuando ya tuve la edad de comprender su ausencia, mi mamá me llevó varias veces a consultar a las adivinas que instalaban toldas en el muelle de Los Pegasos y casi siempre la respuesta era: Su padre lo piensa mucho y está planeando el viaje de regreso para hacerse cargo de su futuro, que era lo que yo quería escuchar. Pero no lo hizo. No volvió. Y solo pude ver su aparición fantasmal una noche en el patio de la casa que habitábamos en 1956, justo el día en el que murió, de lo cual me enteré por el aviso de las honras fúnebres que publicó un diario de la capital.

En esa primera casa de la calle Larga viví los años que no se dejan agarrar por el recuerdo. La casa aún existe, es de una sola planta con un patio central empedrado lleno de matas al cual tienen acceso las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala. En la esquina de enfrente –calle de tierra de por medio-- había una casona colonial de dos pisos con balcones de madera y debajo, en el primer piso, la tienda de Lila, una agraciada y joven mujer que tenía un hermano sin tocayo que se llamaba Osterman, y en la que compraba las “arrancamuelas” y los “caballitos” de papaya con los centavos que me daban mi padrino Francio y mi madrina Luisita. De allí partieron el 25 de noviembre de 1944 en coche, mi mamá y mis padrinos, primos-hermanos de ella, a bautizarme en la iglesia de la Santísima Trinidad, situada en el corazón del barrio. Tenía dos años y cuatro meses, y según me contó años después mi madrina Luisita Vélez –alma buena que Dios tenga en su santo seno-- yo le menté la madre al cura Wendelino Mass cuando me echó el agua bendita helada sobre la cabeza.

En la calle de Las Palmas estaba la escuela del profesor Fortunato Sepúlveda --el profesor Fortu, le decían--, en donde hice mi primer año del kínder y en donde conocí el rigor de los métodos de entonces para amansar estudiantes díscolos, o como en mi caso, niños paralizados por el terror de verse en una casa extraña que más parecía una catacumba de los primeros años de la cristiandad. Impresionado por el ambiente lóbrego de la casa lloré como un penitente el primer día de clases y solo cuando hice una especie de shock los profesores me llevaron corriendo a la casa donde mi mamá para que me calmara, lo que hizo con un poco de agua de valeriana con azúcar.

Pero el recuerdo más vívido en esa casa de la esquina con la calle de Las Palmas fue el de la muerte de una niña mayor que yo de nombre Erlinda, que me quería y jugaba conmigo, hija de mi Tía Emma, una hermana de mi tía-abuela política María Vásquez, y que murió mirándome con unos ojos tristes que se me quedaron grabados para siempre. Cuando esto ocurrió, las primas de mi mamá le dijeron a María Ladeus, la cocinera. que me sacara del cuarto para que no viera los despojos de la muerte pero ya era tarde, porque yo había visto el misterioso momento en el que la vida salía de ese cuerpo joven convertida en una especie de visión viajera que iniciaba el recorrido hacia la eternidad y entendido, a esa temprana edad, que la muerte no es otra cosa que un sueño del que no se despierta jamás.

Sobre la adoquinada calle Larga, en una casa colonial de dos plantas y amplios balcones de balaústres torneados, decorados con matas colgantes, vivía en el primer piso la señora Esperanza Flórez – vendedora de flores y de helados en forma de cubos envueltos en papel que yo le compraba--, y en el segundo piso, una niña china de apellido Wong a la que solía ponerle serenatas con canciones como El gallo tuerto y La varita de caña de José Barros y a la que finalmente le gritaba, con toda la ingenuidad de un niño de cinco años: “Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito”.

Uno o dos años después mi tío Luis, quien tenía una tienda de abarrotes y una piladora de maíz en el mercado, empezó a construir un edificio de tres pisos que salía a la playa del Arsenal, que por esa época era un fondeadero de embarcaciones medianas y un pequeño astillero en el que se construían y reparaban las lanchas de madera que viajaban a Barú y a Bocachica. En el primer piso con la numeración 10-B-46 nos mudamos y desde su estrecha ventana pude observar las fiestas de noviembre y los desfiles de coches tirados por caballos, los cuales eran decorados con guirnaldas y festones de papel crepé. Y los hombres y mujeres disfrazados con los tradicionales capuchones rojos que me producían miedo; y a los muchos niños que salían a pedir regalos el día de Los Inocentes y que cantaban: Ángeles somos, del cielo vinimos, pidiendo limosnas para nosotros mismos. Aguardiente y vino para Marcelino, aguardiente y ron para Marcelón. Y que le decían a las amas de casa que se demoraban en responder: No te dilates, no te dilates, saca el bollo del escaparate. Y si no les regalaban, siquiera un dulce: Esta casa es de aguja donde viven todas las brujas. Y si les regalaban algo: Esta casa es de rosas donde viven mujeres hermosas. También recuerdo las procesiones religiosas que organizaba la parroquia de la Santísima Trinidad, en especial la de la Virgen de Fátima que era traída de Portugal y que según el Avé María que cantaban los fieles, “bajó de los cielos en Cova de Iría”.

Por estos años, mi abuelo Nicolás Vélez Llamas, a quien yo le decía abuelo capi, sufrió un derrame cerebral que lo dejó inválido con medio cuerpo muerto y que lo mantuvo sin poder valerse por sí mismo hasta su muerte por un coma diabético en el año 1954. Todavía está indeleble en mi memoria el sepelio, la ausencia de sus hermanos y el llanto de mi madre frente al cajón que casi no cerraba, y las imágenes anteriores de ella, hija abnegada, bañándolo desnudo y lidiándole su parálisis de medio cuerpo que lo mantenía atado a una cama de la que se levantaba ayudado para hacer sus necesidades fisiológicas en una bacinilla. También las imágenes de mi abuelo capi sentado en una mecedora con la boca torcida, la mirada perdida y el cuerpo desgonzado, el día que le dio el derrame cerebral después de comerse un plato de sopa de codillo de res. Y a Evelia diciendo: Eso le pasa por borrachín. Y a mi madre corriendo por toda la playa del Arsenal en chancletas, como una loca, para ir a avisarle a su tío Luis, que estaba en la piladora, que su hermano se moría. A mi abuelo Nicolás --el único abuelo que conocí-- le decía abuelo capi porque todos le decían el capi ya que le puso a un camión de su propiedad: El Piñango, que era el nombre de una conocida lancha de cabotaje que atracaba en la bahía de Las Ánimas.

LA PLAYA DEL ARSENAL
Una vez terminado, mi tío Luis se mudó con la familia a estrenar el segundo piso de su edificio y mi recuerdo se desplaza al balcón de atrás, frente la playa, desde el cual observaba la llegada de las lanchas de los pescadores con tortugas y sábalos inmensos que abrían y tasajeaban allí mismo, a la vista de los demás, y a quienes mi tía María les compraba varias libras para el consumo de la casa. Desde allí escuchaba el golpeteo de los trabajadores cuando rebajaban con sus hachuelas los listones de madera de las embarcaciones en construcción y recibía el olor a brea que usaban en el calafateo de las mismas. Por ese mismo balcón con barandales de concreto veía el desfile de las empleadas domésticas que contoneaban sus caderas desde la calle del Pedregal y alrededores hasta el Mercado. Y de las palenqueras vendedoras de alegrías con coco y anís, panelitas de leche y cocadas y caballitos. Y sentía bien temprano el olor del carburo y oía el tropel de los operarios de los talleres de soldadura vecinos y de las sierras de un aserrío ubicado a cien metros, y los oía porque yo dormía en el salón comedor que daba para el balcón de ese lado de la casa, en donde también dormía un turpial que me despertaba todas las mañanas a las 6 con un canto casi militar que hoy puedo repetirles sin equivocar una nota. El apartamento tenía una sala amplia, una sala de recibo en donde mis tíos Luis y María y las primas de mi mamá, escuchaban el radioperiódico Síntesis y el programa Coltejer toca a su puerta de La Voz de Antioquia; el comedor principal, tres alcobas y el salón comedor de atrás en donde dormíamos el turpial y yo, él en una jaula grande y pintada de dorado y yo en una estera, en el piso, un piso que tenía unas baldosas que, de tanto brillarlas, todavía reconozco en el lugar que las encuentre.

La calle del Arsenal, no sobra decirlo, era de tierra, en algunas partes cubierta por los residuos de madera de los astilleros y en otras por la basura que dejaban los camiones que llegaban con víveres para acopio de sus tiendas y depósitos mayoristas. Se estrechaba a la altura de la llamada Batería del Reducto –la antigua sede de la Virgen que hoy está sobre un pedestal en la bahía-- porque allí estaban dos edificaciones posteriormente demolidas, una casa colonial ruinosa, donde tenía la carpintería el señor Florencio, y una casa de mampostería con rejas de hierro, contigua a la muralla, en donde quedaba la llamada Gota de Leche, un dispensario para madres pobres.-

Esas calles tienen también para mí el recuerdo de las primeras cosas. Viviendo en ellas conocí el cine. Recuerdo que mi mamá me llevó a ver en los cines Almirante Padilla y Rialto, entre otras, las películas Genoveva de Brabante, Besos brujos con Libertad Lamarque, Un día con el diablo con Cantinflas y ¡Ay Jalisco no te rajes! con Jorge Negrete. Y que me llevó a ver el primer partido de béisbol de primera categoría, deporte al cual era aficionado desde pequeño y que escuchaba por la radio, afición que llegaba a los extremos de poner a San Antonio de cabeza para que me hiciera el milagro del triunfo de mi equipo. Recuerdo que se celebraba la Novena Serie Mundial de pelota y mi tío Luis le dijo a mi mamá que me llevara, que ese día jugaba Colombia con Puerto Rico. Mi mamá me subió a un bus de Popa y me llevó al estadio Once de Noviembre recientemente construido, que estaba de “bote en bote”, y ya adentro, sentados en las gradas de sombra, empecé a sentir el temor de verme en medio de una multitud que no conocía y que le gritaba a los jugadores palabras que no entendía. Hoy no sé qué fue, si un hit impulsador de algún pelotero colombiano, de “Chita” Miranda por ejemplo, o el tercer strike de “Petaca” Rodríguez a un bateador puertorriqueño con las bases llenas, pero lo cierto fue que ese monstruo de mil cabezas se levantó de sus asientos y produjo una algarabía monumental que me hizo estallar en pánico y en llanto, y a mi madre no le quedó otra alternativa, recomendada por los espectadores vecinos, que sacarme del estadio y llevarme a casa.

La playa del Arsenal fue también testigo de mi primera herida. Jugábamos a los piratas y por tratar de imitar al espadachín Errol Flyn –uno de mis héroes del celuloide-- pisé mal y me fui de bruces sobre uno de los maderos de la armazón de una lancha y el filo de una de sus aristas me abrió una herida de tres puntos en la ceja derecha cuya cicatriz todavía conservo. A mi madre casi le da un patatús cuando me vio la cara bañada en sangre y desde ese día me quedó terminantemente prohibido subirme a las lanchas en construcción, a jugar a los filibusteros del Caribe con “los negritos” de la plaza del Pozo del barrio Getsemaní.

También fue esa calle el escenario de mi primer trabajo remunerado. En una casa vecina había una fábrica artesanal de helados que usaba las célebres maquinitas de madera y aluminio en forma de tanque y yo me apunté a la lista de operarios que le daban vuelta a la manivela hasta que el hielo y la sal congelaban la leche con sabores. Me ganaba por ese ejercicio de las mañanas de domingo, una jarra de helado que compartía con mis primos.

Y finalmente, el balcón principal de la citada casa fue el escenario de mi primer arrebato amoroso, una tarde en la que una niña hermosa me saludó con un abrazo tierno y sentí la fragancia de espliego que despedía su cuello y la tersura y tibieza de su piel de durazno. La agraciada, que nunca supo del sentimiento que despertó con ese abrazo, era una prima pecosa y rubia que nos visitaba los domingos y que vivía en el barrio Manga, en una calle que quedaba justo detrás del “right field” del ya clausurado y enmalezado estadio La Cabaña, por donde el pelotero Andrés “Fantasma” Cavadía, que bateaba a la zurda, metió la pelota de jonrón en muchas ocasiones.

martes, 1 de septiembre de 2009

Nota inicial

Los invito a leer mis cuentos, poemas, artículos y fragmentos de novelas de mi autoría en este blogg que he creado como ejercicio en un taller sobre el maneejo del Internet Explorer al cual asistí.

Antonio Mora Vélez.