martes, 17 de abril de 2012

EL PARTIDO DE MAGOLA

Por Antonio Mora Vélez.


Ese día del célebre partido de pelota del cuento, estudiábamos un examen de derecho penal: Fernando, Lucho, Geminiano y yo, en la casa del primero ubicada en el popular y populoso barrio Torices, sede del equipo de béisbol profesional del mismo nombre. Habíamos concertado llegar temprano para almorzar algo –invitados por la esposa del amigo--, conversar un rato mientras hacíamos la digestión y estudiar hasta las 9 de la noche ya que después de esa hora era difícil encontrar un bus que nos llevara al centro y en mi caso, encontrar otro de la ruta Popa-Olaya que me transportara hasta mi casa.
En el estadio 11 de noviembre se enfrentaban las novenas de Bolívar y Córdoba, uno de los clásicos de la pelota costeña. Y de no haber sido por ese examen me habría ido para el “coloso novembrino”--que así lo llamaban los locutores-- a ver al “Tigre” Leal enfrentando los lanzamientos cruzados del “Santico” Berrocal y al “Regadera” Rodríguez despachando la pelota de hit a todos los jardines. Pero había que cumplirle al profesor Guillermo Gómez León, que era un buen docente y exigente en su materia, pero sobre todo porque él tenía del grupo y de mí en particular, el mejor de los conceptos como estudiantes.
Cuando hubimos repasado todos los artículos de los delitos contra la libertad y el honor sexuales, suspendimos y decidimos salir a la avenida a esperar el bus de Torices-Crespo. El partido iba todavía por el quinto episodio –lo escuché en la tienda del sector-- y pensé que tendría tiempo de escuchar el resto por la radio en la voz deportiva de Marcos Pérez Caicedo. Y así fue en efecto, pero antes debo decirles que Geminiano y Lucho vivían en las residencias universitarias, que quedaban a pocas cuadras de la estación de la avenida Venezuela en el Centro, y por eso, a los pocos minutos de espera, se embarcaron en su bus, que era ya el último. Yo, en cambio, residía en el barrio 13 de junio, bastante lejos de donde estábamos, y por eso decidí quedarme en Torices y aceptar la invitación de la mujer de mi primo Pablo, de dormir esa noche en su apartamento situado a tres cuadras de la casa de Fernando.
La noche estaba metida en lluvia y esa fue otra razón para no aventurarme hasta el barrio 13 de junio, que estaba construido sobre una meseta, y era que el bus de Popa-Olaya me dejaba abajo en la estación de gasolina de Caimán y entonces me tocaba, para llegar a la casa de mi tío Agustín, subir por una calle que era una pendiente destapada de cinco cuadras que se convertía en un barrial cuando llovía. Fernando me acompañó hasta la puerta del apartamento de Magola, que así se llamaba la mujer de Pablo, y se retiró hacia su casa una vez aquélla me invitó a entrar. El apartamento no era tal sino la segregación de parte de una casa habitada por una familia de pocos miembros que decidió reducir su espacio para ganarse los dineros de la renta; constaba de una sala-comedor, de una alcoba espaciosa, una cocineta en el patio común y un baño anexo a la alcoba. La sala-comedor de mi primo estaba separada de la sala de la casa por una cortina gruesa y enorme que permitía el paso de un lugar a otro con solo apartarla en una de sus orillas. Y se me vino a la cabeza entonces que no debía ser nada agradable vivir así ya que la intimidad de la alcoba, que no tenía puertas sino también otra cortina pero transparente, era vulnerable desde el otro lado de la casa.
La mujer de mi primo me recibió en bata de dormir de seda transparente. La sala-comedor estaba alumbrada por la luz de la alcoba y pude ver el juego de tres muebles y una mesita de centro, y la mesa redonda del comedor con cuatro sillas. Me informó que me acostara en el sofá, en donde ya estaban dispuestas la almohada y la sábana. Me indicó donde quedaba el baño y me dijo que si tenía necesidad de ir a él que atravesara la alcoba sin pena, que éramos de la familia y estábamos en confianza. Finalmente me dijo que si yo quería, ella apagaba el radio, que lo tenía encendido justo en el partido de pelota que yo quería escuchar. “Es para saber a qué horas se acaba porque Pablo se lo está viendo y tengo que calcularle el tiempo de regreso para saber que no se fue con sus amigos a parrandear con las putas de Tesca”, me dijo para justificar el encendido.
--No, si no te molesta, no lo apagues que yo quiero escuchar el partido—le dije

Yo estaba en la sala y ella en la entrada de la alcoba y pude verle con la ayuda de la luz, su cuerpo desnudo y esa visión me transportó mentalmente al bar Tropicana de Montería y a la noche en que supe lo que era el sexo por primera vez con la vecina gordita que trabajaba en ese bar. Magola, igual que la mesera de esa noche memorable, no tenía un cuerpo esbelto, era bajita y gordita, pero en la exhibición de sus piernas gruesas, en sus amplias caderas y en sus senos aún turgentes, se adivinaba la lujuria que sus ojos trataban de ocultar.
--Hasta mañana, Mago. –le dije y me senté en el sofá a esperar a que ella se acostara y apagara la luz para yo quitarme la ropa y acostarme en calzoncillos.
Pero Magola no apagó la luz ni tampoco la radio. Alcibíades Jaramillo por Bolívar y Wilfrido Petro por Córdoba, seguían entretanto, trenzados en un duelo de serpentinas, dominando a los mejores bateadores de ambas novenas. Habían transcurridos seis episodios y el marcador era un cero a cero que mantenía en tensión a los miles de espectadores del estadio y a los centenares de miles de radioescuchas de ambos departamentos.
-!Tony…! estás escuchando el partido?—dijo al rato Magola desde su cama y le contesté que sí y pude entonces observar al mirar hacia ella y a través del toldo para los mosquitos, que se había quitado la bata y estaba con un interior que le cubría apenas el monte de Venus y el valle que se abre entre sus nalgas.
- Lo que es Bayuelo le mete un palo a Petro y se le acaba la vaina a los cordobeses-- agregó.
Pero el palo de Bayuelo no se produjo y el partido continuó en su monótono transcurrir de ponches, roletazos al campo interior y elevados fáciles a los jardines que colgaban cero tras cero y yo alternando mi atención en la narración de Marcos Pérez con las poses insinuantes de Magola, que no hacía sino cambiar de posición en la cama a cada rato, según la jugada, y levantarse del lado de la sala para hacer algo impredecible pero en verdad –así lo supe después-- para que yo la viera de frente y le contemplara el triángulo de su sexo que resaltaba coposo en su pantaloncito blanco de encajes.
Una hora más tarde, cuando el partido estaba en la conclusión del noveno y bateaba la tanda brava de Bolívar, le dije a Magola, con la decente pero ingenua intención de que se cubriera: “Mago… voy a orinar”.
-Ya sabes el camino--me respondió.
Me dirigí hacia el baño, sin mirar hacia la cama al pasar frente a ella. Al terminar de orinar no resistí la tentación de verla desde el sanitario y noté que ya entonces Magola se había quitado el interior de encajes, estaba boca abajo resaltando la herencia bantú de sus voluminosas nalgas y que la sangre empezó a llenar de fuerza mis deseos. Esperé uno o dos minutos que Fernán Velásquez aprovechó para robarse la segunda base. Comencé a caminar hacia la sala, esta vez disimulando, como si nada estuviera ocurriendo. Ni dentro del toldo ni en la pasión carnal alebrestada que bregaba por salirse de mis casillas.
-¡Oye, vas a esperar a que se produzca el último out del último inning!—, me dijo sonriente justo al pasar frente a los pieceros de su cama, lo que me obligó a contemplarla en su imponente y provocadora desnudez. Vi entonces, inmóvil por la turbación, que abría ligeramente las piernas y se pasaba con delicadeza la mano derecha por su sexo y que levantaba el toldo con uno de sus pies para que yo entrara.
Sobra que les diga que, sin pensar en las consecuencias, me monté en esa potranca entusiasmada y que cabalgué en ella gozoso por varios minutos; pero no sobra que les diga (porque no era previsible) que justo en el momento del climax con Magola, Tomás Moreno bateó el hit con hombre en segunda que dejó a Córdoba con las manillas en las manos.


2010.

miércoles, 11 de abril de 2012

LA GORDITA DEL TROPICANA- Prólogo.

PALABRAS DE ENTRADA
Carlos Orlando Pardo
Seré verídico para que no me crean
Tomás Carrasquilla
La patria del hombre es su infancia, sentenció alguna vez León Tolstoi y es de aquella fuente inagotable donde Mora Vélez bebe para entregarnos este nuevo libro poblado por historias de inocencia, tan extrañas aunque bellas hoy como cuando a Aureliano Buendía su padre lo llevó a conocer el hielo. Y avanza hasta los tiempos de la pubertad encabritada donde el instinto comienza a alargarse y los sueños húmedos alcanzan su pedestal para transformarse, con el paso del tiempo, en la emoción de recrearlos en la literatura, sin que la vida se detenga ahí sino vaya inclusive a las horas que cruzan hasta que el sol comienza a iluminar nuestra espalda. Épocas fantasiosas y de maravilla por la candidez en que crecimos con los sueños intactos y nos permiten resucitar antiguas emociones bajo la magia de la palabra justa, pero ante todo por el de la turbación creativa que no deja morir escenas de momentos que marcan nuestra vida y son más o menos comunes a una generación que hoy se erige en plena madurez.
Salvo para la grata curiosidad del mundo literario, el origen remoto o próximo de una fábula vertida al relato no tiene la importancia que refleja a la hora de la verdad cuando se lleva al texto escrito. Sus razones desde la evocación para hacerlo no pasan de ser un lugar frecuente a buena parte de los escritores en el planeta. Lo que sí resulta noticioso, en este caso, es el cambio repentino, tanto en su novela A la hora de las Golondrinas como en este nuevo libro de cuentos de Antonio Mora Vélez, del escenario usual de sus ficciones que circulan por las carreteras intergalácticas a las avenidas donde uno se tropieza con situaciones ubicadas precisamente en este mundo, en que su búsqueda continua y creativa por cambiar de atmósferas y temas, hace su aparición lejos de aquellos nidos estrellados y asteroides remotos.
Entre uno y otro, por fortuna, lo que permanece intacto es su talento en el narrar, la creación de ambientes que viajan hacia el centro de los sentimientos encontrados, dosificación inteligente de la anécdota, economía de lenguaje y estructura que lleva sin duda a atrapar al lector entre las fauces poéticas y a veces desencantadas de las pasiones evocadores de un tiempo diluido que rescata y resucita en su lucha tenaz contra el olvido.
Sin duda, el lector hallará en estas páginas la lucha del ser por reconstruir viejos pasajes instalados en la memoria que dejan florecer emociones y aprendizajes alrededor de la fugacidad de la existencia. Reconforta estacionarse en libros como este de Antonio Mora Vélez que nos permiten vivir estremecimientos y nos deja la impresión no de haber leído un libro sino de haberlo sentido, la indiscutible magia de los escritores verdaderos.
Desde la valija de sus evocaciones, el autor nos remite a un universo desdeñado y desconocido hoy que parece extraño al de la era de la tecnología y creyera removido sólo de su imaginación pertinaz ya reconocida internacionalmente, porque se juzgarán extrañas y hasta de la escuela del realismo mágico sus historias, pero quienes hemos vivido lo prodigioso de las provincias entendemos que es la vida de cuerpo entero, por dentro y por fuera, la que palpita y cabalga sin temor por sus páginas.
Los 21 relatos que integran el nuevo volumen de Antonio Mora Vélez, se distinguen también por su brevedad y lo intenso de las historias que narra. Las reiteradas dedicatorias de los textos a seres queridos suyos que partieron más allá de la vida pero no del afecto, concretan no sólo un homenaje a su memoria, sino a un pretérito donde habita la pobreza y la ilusión de crecer, como si el lente retrovisor permitiera el examen de un largo trayecto por la existencia donde la satisfacción de haber vivido algunas desilusiones no dejan huella de resentimiento sino de aprendizaje, y aquí está el testimonio estético desde lo estrictamente literario para eternizar esos instantes.
¿Qué significan para un niño las pequeñas cosas? Mi caja de cartón magnifica lo que simbolizaba para ese infante el recipiente ajado de cartulina gruesa que el chiquillo asumía como su único tesoro y logra poner en primer plano para que tome vida algo tan en apariencia insignificante, lo que sólo el buen cine o la buena literatura logran. Allí, en ese pasaje que conmueve escrito en 1978, deja ver cómo, desde hace ya más de tres décadas, Mora Vélez era en realidad no un aprendiz sino un escritor.
El grato paseo al que nos lleva, tiene variedad de paisajes y situaciones que pueden ir hasta Los Indios donde los cuentos de miedo, la música, el deporte y el mar son el escenario. El de la evocación de los sustos y las creencias de la infancia bajo el templo de lo supuestamente demoníaco por el ritual de los masones, en Berenice. La primera decepción amorosa que de tragedia íntima se transforma en resurrección rápidamente, en Más bella que Georgina. El cambio de mirada sobre la vida en Mi dulzaina. El gallito giro como un juguete viviente al que las limitaciones de la pobreza llevan a su exterminio. En Recogiendo los pasos los espíritus que aparecen para despedirse. En Cielito, las suplantaciones y el abandono. En La gordita del Tropicana, la sesión de estrenar el adiós a la virginidad. En El borrachito de las 36, el enfrentamiento a la sensación cercana de la muerte violenta. En Ligia María, la corraleja, el acordeón y el merengue. En Rosario, el miedo a la recreación. En Plácida, el amor frustrado y evocado. En El partido de Magola, el béisbol y el deseo paralelos al ritmo del juego y la pasión exaltada por el deseo sensual. En El niño Dios, los tradicionales regalos de navidad cuyo conocimiento de la verdadera procedencia permiten el desencantado instante de la pérdida de la inocencia. En La aventura de los mangos, las pilatunas y la angustia de la madre cuando el hijo se va sin decir adónde. En Ana Bolena, los versos, la pobreza, la coquetería. En Por conversar un rato con Mariela, incomparable y bella evocación de los amores desaparecidos. En El funeral de mi abuelo, el abandono y la tristeza por la muerte. En Tierrasanta, el comienzo de un activismo sindical y en El circo, aquel asombroso espectáculo que todos vivimos y admiramos. En fin, un viaje por la vida vuelta lenguaje y un libro de Mora Vélez que recibimos con alborozo.
Ibagué, Nuevo Rincón Santo, marzo 5 de 2012

domingo, 8 de abril de 2012

A BARRANQUILLA

Por Antonio Mora Vélez.

Te confieso que casi nunca
me he mirado en el espejo de tu ritmo,
que fuiste una referencia triste
en las páginas de mi exilio
y la imagen de una calle alborotada
a mi retorno con el tiempo.
No puedo decir que jugué
bola de trapo en tus campos de arena
(Excepto en Soledad, cuando era villa)
ni que bailé en las verbenas de Rebolo,
ni que me pinté la cara en la Batalla de flores.
Tampoco puedo decir que el arroz con liza
es mi plato favorito y no por proletario
sino porque me gusta más el de frijolito.
Y no enfatizo las erres cuando hablo
y no digo ¨ Ajá ñero ¿y qué? ¨, cuando saludo
y no creo –aunque a veces le haga barra-
que el Junior sea tu papá.
Pero tu aire cálido me dio la bienvenida al mundo
en una pieza humilde de Felicidad, Cuartel y 20 de Julio
y esa es de las cosas que no se pueden borrar
del sentimiento
por mucho bocachico,
por mucho suero atolla buey
y por mucho porro pelayero
que hayas disfrutado en tu vida.

Sincelejo, 1.998