miércoles, 4 de mayo de 2011

LOS CADÁVERES DEL RÍO

Yo vi pasar muchos cadáveres por el río.
Los vi como ver pasar las tarullas
o los grandes buques río arriba
que viajaban con su música de orquestas
y sus señoras encopetadas.
Eran parte de un paisaje siniestro
que restregaba día a día, en mis pupilas de niño,
la crueldad de la vida.
Yo iba al río a bañarme o a recoger el agua
para llenar la tinaja de mi madre.
Y ella le echaba alumbre al agua
para quitarle los colores de la muerte.
Y me decía que los cadáveres del río
habían tenido vida en otra parte
y que sus deudos no habían tenido dinero
para comprar la sepultura.
Pero yo escuché muchas veces al gamonal
–en las parrandas de Abel Antonio—
decir que así tenía que ser,
que había que defender al presidente,
y que, además, el paso del hedor
por frente a la albarrada
era cosa de pocos metros y minutos.
Después crecí. Y no volví a ver ese río.
Ni muertos viajando por sus aguas.
Ahora los veo en las páginas y en las calles.
Y escucho a los voceros decir
que se trata de un error, o de un falso positivo
o de un ajuste de cuentas, o de un terrorista abatido.
El río que ahora contemplo
ya no es de agua sino de sangre.
Un río sin cauce que surca
toda la epidermis de la patria.
Y no sé qué clase de alumbre echarle
para quitarle ese color a muerte
que mi madre me ocultaba.

LOS CADÁVERES DEL RÍO



Yo vi pasar muchos cadáveres por el río.
Los vi como ver pasar las tarullas
o los grandes buques río arriba
que viajaban con su música de orquestas
y sus señoras encopetadas.
Eran parte de un paisaje siniestro
que restregaba día a día, en mis pupilas de niño,
la crueldad de la vida.
Yo iba al río a bañarme o a recoger el agua
para llenar la tinaja de mi madre.
Y ella le echaba alumbre al agua
para quitarle los colores de la muerte.
Y me decía que los cadáveres del río
habían tenido vida en otra parte
y que sus deudos no habían tenido dinero
para comprar la sepultura.
Pero yo escuché muchas veces al gamonal
–en las parrandas de Abel Antonio—
decir que así tenía que ser,
que había que defender al presidente,
y que, además, el paso del hedor
por frente a la albarrada
era cosa de pocos metros y minutos.
Después crecí. Y no volví a ver ese río.
Ni muertos viajando por sus aguas.
Ahora los veo en las páginas y en las calles.
Y escucho a los voceros decir
que se trata de un error, o de un falso positivo
o de un ajuste de cuentas, o de un terrorista abatido.
El río que ahora contemplo
ya no es de agua sino de sangre.
Un río sin cauce que surca
toda la epidermis de la patria.
Y no sé qué clase de alumbre echarle
para quitarle ese color a muerte
que mi madre me ocultaba.