viernes, 23 de noviembre de 2012

CUENTO MÍO DE CF POCO CONOCIDO


LOS OTROS*

 

Habían transcurrido diez años convencionales desde que los tripulantes de la Antar II iniciaron la búsqueda de la enigmática fuente de energía que por años venía enviando, con destino a nuestra galaxia, una señal arrítmica, periódica y constante. Fueron diez años durante los cuales Karlem, la única mujer de la expedición, no cesó un instante de pensar en la despedida, en las cosas hermosas que quedaron en La Tierra, en las voces entrañables que le dijeron: “¡Karlem, enhorabuena! Eres la primera mujer en viaje por los espacios intergalácticos, que es tanto como decir, en viaje hacia el infinito”.  Se preguntaba una y mil veces. “¿Qué objeto tiene entregar el resto de una vida?”. Pero se reconfortaba con la esperanza de conocer a los autores del incesante llamado. Además, en más de una ocasión había soñado con la existencia de una civilización más avanzada que la nuestra. Le parecía que el hombre terrestre, a pesar de su innegable progreso, no había alcanzado su total perfeccionamiento. Aún existían el odio, la envidia y el egoísmo, no obstante la alta tecnología productiva y la educación dirigida. Consideraba que el Hombre integral sólo puede albergar en las interioridades de su cerebro, amor, pero amor en la más amplia significación del término. Y estaba convencida de que ese hombre perfecto debía existir en algún lugar del universo.

La Tierra, en cambio, había envejecido muchos siglos después de la época en que los astrofísicos y radio astrónomos del Centro Gagarin, con fundamento en la tesis que sostiene que en la naturaleza no se dan radioemisiones  de carácter periódico, llegaron a la conclusión de que dichas emisiones tenían que provenir de alguna inteligencia del cosmos y además extraordinaria porque las ondas del mensaje debieron partir cuando todavía no habían hecho su aparición sobre nuestra superficie los primeros seres vivos y apenas si terminaban de conformarse las primeras proteínas. Una estrella de la clase U, ubicada en el plano medio ecuatorial de la galaxia IC-9801 del cúmulo de Boyero, a tres  millones de años luz, fue señalado  como el lugar del cual partieron las poderosas ondas de radio captadas en La Luna. Y hacia ese lugar del cosmos indicaban el rumbo las coordenadas de vuelo de la Antar II.

Por lo anterior, Karlem, la valerosa ingeniero responsable de las comunicaciones, no logró resistir el incontrolable deseo de conocer lo que está más allá de las estrellas, y pudo armarse del valor suficiente para aceptar hacer parte de una expedición incierta que quizás nunca llegue a su destino ni logre regresar a su lugar de origen. Encerrada como estaba en sus pensamientos, no escuchó la orden dada por el comandante Rob para que la tercera unidad de energía fuera activada y la nave lograra la octava velocidad cósmica. Un breve titubeo y la astronave brilló, con el fulgor de un sol, para anunciarle al espacio ilimitado que los hombres de La Tierra se disponían a ingresar en sus misteriosos laberintos en busca de nuevas realidades. La pantalla ovoidal se vio de pronto llena de figuras fugaces, de líneas multicrómicas que semejaban un filme interminable y de indescifrables puntos brillantes que se agigantaba para perderse luego. Habían logrado la aceleración y velocidad necesarias para superar la atracción del campo gravitacional galáctico. Atrás quedaba, como dormida en una alfombra oscura, la Vía Láctea, nuestra ya pequeña morada.

Rob cumplía su quinta misión en el espacio. Pero ésta era para él la más importante. No sólo porque era la primera incursión extra galáctica del ser humano sino porque con ella se le presentaba la oportunidad de demostrar su teoría de la Relatividad Simétrica de la Materia que expuso en la Academia de Ciencias cuando resolvió conseguir el grado en astrofísica. Por su mente aún desfilaban los rostros sardónicamente sonrientes de los examinadores y en especial el de Lon Vert, quien le interrogó entonces: “¿Acaso es posible que en nuestro planeta nazcan de padre y madre diferentes, dos hijos exactamente iguales?”; para demostrarle que la simetría de la Materia no podía llegar a los extremos por él pretendidos.

Varios años terrestres después, una estela de luz con la intensidad de una supernova, iluminó las aerodinámicas líneas de la cosmonave. Su luminosidad creciente duró pocos segundos, los suficientes para que el ojo avizor del piloto electrónico dispusiera la apertura de las cabinas de hibernación en las que los valientes astronautas acortaban el tiempo para matar la monotonía y posibilitar el éxito de la empresa. Rob miró la pantalla de controles y observó que quedaban en ella huellas del extraño fenómeno, fragmentos titilantes de color plata se refractaban en la cúpula de vitrilo formando una hermosa acuarela cristalina que lo transportó imaginariamente a un mundo de fantasías. “¡Marcha atrás!”, ordenó, no sin antes solicitar los cálculos a los ingenieros de vuelo. “Solo una cosmonave es capaz de dejar rastros como éstos”, agregó.

Estaban justamente en el lugar llamado de las carrozas de fuego, casi en la mitad del viaje. La operación de frenada para constatar la naturaleza del objeto estelar visto demoró algunas horas terrestres y la Antar II tuvo que regresar y adelantar dos veces antes de quedar frente a frente con el misterioso objeto del cosmos, que ahora se mostraba imponente como lo que en verdad era: una nave colosal que tenía la figura de una golondrina en pleno vuelo. Dos extensos alerones que terminaban hacia atrás en punta contrastaban con sus cuatro reactores en forma de delta. Su cabina se alargaba como un hilillo de plata hasta confundirse con las tinieblas del espacio.

Segundos de contemplación más tarde, una lucecilla de color violeta apareció en las láminas inferiores del cuerpo central y se fue ampliando hasta transformarse en una pequeña plataforma recubierta por un cono de material trasparente. “No cabe duda, vienen preparados para mostrarse ante nosotros” dijo Rob. Y tuvo que criticar la imprevisión de los ingenieros constructores de la nave terrícola porque no había en ella mecanismo alguno para mostrarse a otros seres del cosmos en las afueras del espacio y era imposible todo intento de transbordo sin poner en riesgo la vida de la tripulación.

El momento esperado por siglos se producía. Y fue entonces cuando Karlem dio rienda suelta a su fantasía recordando la ley de la complejidad estética de la materia recientemente formulada. “Los habitantes de una civilización extraterrestre con millones de años de existencia, tienen que ser anatómicamente perfectos, hermosos, y espiritualmente pletóricos de amor y de optimismo en las infinitas capacidades de la inteligencia. Igual que en los cristales, la materia viva en su desarrollo ascensional adopta una organización mucho más armónica y perfecta, en proporción al tiempo de evolución”. Rob, por su parte, no pudo evitar pensar en ese instante, en las interminables sesiones de la Academia y en la frase final de su discurso: “La simetría es una propiedad universal de la materia que no admite excepciones. En algún lugar del cosmos debe existir una galaxia o un sistema estelar o un planeta parecidos a los nuestros pero de signo contrario”. Tampoco pudo evitar pensar en la imposibilidad de comunicar a sus descendientes de La Tierra el gran encuentro, en Varna su esposa resignada quien le dijo al partir: “Rob yo sé que tú algún día, cuando de mí no quede sino el recuerdo, allá en el infinito, podrás gritar que tenías la razón”. Y pensó también en los años de viaje que todavía faltaban, en la cara huesuda de Lon, en los ojos anhelantes de Karlem, en tantas y tantas cosas, que no observó dos figuras esbeltas, desnudas, que aparecieron en actitud de danza y modelaje sobre la plataforma de cristal de la astronave amiga, ni escuchó la exclamación de asombro de Karlem al mirarlas: “¡Pero si somos nosotros!”.

Montería, 1972.

*Hace parte de mi primer libro de cuentos de CF titulado Glitza (1979) y fue publicado inicialmnte en el Magazín Dominical de El Espectador en ese año de 1972.