miércoles, 23 de noviembre de 2011

…POR CONVERSAR UN RATO CON MARIELA.

Pensando en las noches del amor a flor de piel, frente a la mirada inquisidora de la desconfianza vestida de madre vigilante, pasé varias veces por las puertas de la librería del pueblo que visitaba, llevando conmigo la idea de volverla a ver. Sabía que no era la misma que caminaba las calles de la Montería de los años sesenta y a la que todos los muchachos tenían que admirar y piropear. De su belleza quedaban apenas vestigios en sus ojos y en su sonrisa. Pero tenía el aroma del recuerdo de los primeros amores y en mí persistía el complejo de culpa por no haber podido corresponder, a mis veinticuatro años, a sus aspiraciones de matrimonio.
Le pedí al conductor del vehículo de la universidad que se detuviera para preguntarle a un transeúnte por la librería y por la dueña
--¿Usted pregunta por Mariela Martínez? –me interrogó extrañado el transeúnte a quien le solicité la información.
--Sí, por ella. He buscado la librería que ella tenía aquí enfrente y no la encuentro.
Mi interlocutor me observó intrigado, pensó un instante antes de responderme y yo esperé que me dijera que Mariela había mudado la librería para otro local pero no fue así, como si Dios hubiera determinado que no fuesen esos ojos ni esa sonrisa de mi novia de la secundaria los testigos del encuentro pensado, el hombre me respondió:
--Mariela Martínez murió hace dos años, pero la librería aún existe, está aquí a la vuelta.
No les miento si les digo que sentí en ese instante que toda mi epidermis se erizaba como si hubiera visto un fantasma, que se me aceleró el pulso y que no alcancé a articular palabra alguna. Y a mi mente llegó al instante un alud de imágenes con los recuerdos del gozo que me proporcionaban las visitas de novio todas las noches en su casa: las miradas tiernas, los besos encendidos, las caricias y los bailes a los que asistíamos y en los que no me permitía apretarla porque esas eran concesiones a la lujuria que el diablo pone en nuestra ruta para enturbiarnos la castidad que debe ser –según me decía-- el preámbulo del matrimonio. Y recordé también las burlas de mi condiscípulo Geminiano quien me decía que Marielita era bien inteligente porque me había regalado la bicicleta en mi cumpleaños para que la llevara en la parrilla todos los días de la casa al trabajo y del trabajo a la casa.
Le dije entonces a mi conductor que hiciera la vuelta a la manzana para llegar al frente de la librería según la dirección que nos suministró el transeúnte. Una vez situados en el lugar preciso me bajé y entré para preguntar por uno de mis libros y la impresión siniestra de hacía apenas unos instantes se convirtió en brisa de playa que nos acaricia el rostro. Delante de mí estaba ella, reproducida en sus facciones de reina de las fiestas tradicionales del Dulce Nombre de Jesús, con sus mismos ojos grandes y negros, la misma sonrisa, sus iguales caderas generosas y su amabilidad y simpatía que le ganaban el corazón de las personas que la trataban.
--¿En qué le puedo servir? –me preguntó y me reparó de pies a cabeza, como tratando de encontrar mi figura en su memoria.
--Hace algo más de dos años traje aquí unos libros de mi autoría para su venta y me gustaría saber qué pasó con ellos. –le contesté.
--¿Usted es el autor de Glitza?-- me preguntó y no sé porqué supuse que Mariela había vuelto a la vida con la edad de nuestra juventud y que había recordado los viejos tiempos de nuestro noviazgo y la ruptura del mismo por culpa de mi ingreso a la universidad y porque sus amigas no se cansaban de decirle en las fiestas que la novia del bachiller casi nunca era la esposa del profesional.
Olvidando la realidad que me había sido comunicada hacia apenas unos minutos, le pregunté:
--¿Usted es Mariela Martínez?
--No, señor Antonio. Yo soy su hija. Mi mamá murió hace dos años, unos meses después de su última visita a la librería y lo recuerdo porque ella nos recomendó la lectura de su libro y no hizo sino hablarnos de usted, de su origen humilde, de su inteligencia, de sus estudios, de sus dotes de escritor, del libro, en especial del cuento Glitza que a ella le gustó mucho porque era la historia de una separación amorosa…
La sinceridad de esa aclaración me obligó a cubrir mi rostro de tristeza y a repasar palabra por palabra la carta de la ruptura (“Sé que un joven ingeniero te corteja y que a lo mejor te puede ofrecer el matrimonio a corto plazo que yo no puedo darte”) y a mi mente volvió el final imaginado para el cuento que a ella le había gustado, pero estaba en la realidad de La Tierra y no en la historia de ficción interestelar y de amor de Glitza y le dije sonriente, ya recuperado de la emoción:
--Mariela joven, qué lástima que yo sea muchos años mayor que tú y que esté felizmente casado. De otro modo, como en el cuento Glitza, te propondría que el próximo viaje lo hiciéramos juntos.
La joven rió igual que lo hacía su madre, me miró con el cariño que se le profesa a alguien muy cercano a la familia y me dijo:
--Mi nombre es Rosa Elena, así como ella me dijo que se llamaba la mamá de usted a quien ella le tomó mucho cariño, y también estoy felizmente casada.
Pensé entonces que la literatura y la vida son como dos trenes que viajan por carriles diferentes que se encuentran en la estación del sentimiento, miré sobre el mostrador los tres libros envejecidos que aún quedaban y le dije a Rosa Elena que su mamá era para mí uno de esos recuerdos hermosos de juventud que estarán siempre en mi memoria, que fue una gran mujer, que me había impresionado profundamente la noticia de su muerte justamente porque la recibí cuando esperaba volver a saludarla Y que yo residía en Sincelejo en donde trabajaba en una universidad privada que me había enviado al pueblo en una diligencia y que había querido aprovechar esa visita para charlar con ella.
Finalmente le extendí mi mano para la despedida.
--¿No se lleva los libros? –me preguntó cuando ya me retiraba.
--No –le dije--. Regálalos a quienes les interesen el amor y la ciencia-ficción. La verdad es que yo no vine tanto por ellos como por conversar un rato con Mariela.


Antonio Mora Vélez.

Montería, noviembre de 2011.

sábado, 12 de noviembre de 2011

¿QUÉ ES UN CUENTO'

Por Antonio Mora Vélez para Natalia Molina.

Un cuento es el encuentro de la memoria con la belleza. La memoria que guarda los recuerdos que son su materia y la belleza de las palabras que lo convierten en literatura.
Un cuento es la mirada del asombro hacia las cosas y personas de la vida. El cuentista es aquél que se asombra de todas las situaciones y paisajes que los demás miran sin estremecerse.
Un cuento es la realidad vestida con el traje de la fantasía. El cuentista, a diferencia del fotógrafo, fabrica las realidades de su texto poniéndole imaginación a sus percepciones y organizándolas de otra manera en su conciencia.
Un cuento es la emoción detenida en el tiempo. Independientemente del tema que trate, logra despertar en el lector la emoción que tuvo su autor al escribirlo, después de muchos años de haberlo hecho.
Un cuento es la otra verdad, la verdadera, de las situaciones del mundo. El buen cuentista debe convencer al lector que las cosas ocurrieron de ese modo que él las cuenta y que no pudo haber sido mejor de otra manera.
Un cuento es el baile de grado de las palabras. Cuando un cuento entusiasma y convence es porque las palabras bailan alegres unas con otras como si toda la vida se hubieran conocido.
Un cuento es un mensaje de esperanza. Su trama aunque breve debe convencernos que otro mundo es posible y que el amor no es una falsa ilusión del ser humano.
Un cuento es una puerta de entrada al alma humana, en la medida en que desnuda realidades ocultas y saca a flote los sentimientos y pasiones escondidos del hombre.
Un cuento es como un hijo al que hay que amar, cuidar y mejorar todos los días y tratar de entenderlo en cada lectura del mismo modo que lo hacemos con los hijos cada vez que les hablamos.
Un cuento es una ventana por donde fluye hacia el mundo la energía espiritual que el cuentista intermediario recibe desde ese lugar inaccesible en el que residen los ángeles y los sueños.
Un cuento es como un canasto lleno de alegrías e ilusiones que nos alivian la pesadez de la vida.
Un cuento es un acto de creación que prueba que en el hombre habita, como decía Espinoza, una parte del Dios que nos contiene y que se hace escuchar con nuestras palabras.
Escribir cuentos es, pues, un oficio noble, humano y necesario que nos convierte en notarios y cronistas de los momentos memorables del mundo.

Montería, noviembre 11 de 2011.