lunes, 28 de diciembre de 2009

EL ESCRITOR Y LA VENTANA

El escritor contempló la ventana de enfrente y vio la silueta de una mujer desnuda que pasó rauda a través de la alcoba. La cortina dejaba ver una cama doble con colchón de agua, arreglada y vacía. Y comenzó a esperar, pensando en el tema que buscaba para el relato erótico que debía enviar al periódico.

Al poco rato, la figura de un hombre entrado en años pero de buena apariencia, cruzó en la dirección de la mujer y ésta dejó escapar un no rotundo que al escritor le hizo suponer que se trataba de un diferendo conyugal que tenía como motivación el modo propuesto por el varón para el coito de esa noche.

El escritor esperó un poco y al rato sintió como si le cayera un balde de agua helada encima. Vio a la mujer desnuda en la cama pero sola y con una expresión de mujer complacida, las piernas cruzadas y con sus manos cubriéndose los senos.

El hombre, ahora de espaldas a la ventana, accionaba su cámara tratando de lograr la perspectiva perfecta.

--Así está mejor –le dijo ella--. Nada como una pose natural. Lo que tú

pretendías era morboso, artificial y antiestético.


Montería, 2008

sábado, 12 de diciembre de 2009

EL NIÑO DIOS


En memoria de Rosa Elena Vélez,
la amorosa y buena mujer que me dio la vida.


Durante la Navidad del año santo de 1950, y cuando apenas tenía ocho años de edad, descubrí que el Niño Dios era una hermosa historia que llevaba la buena intención de convencernos que los regalos de la Navidad no los entregaba el Papá Noel de las películas sino el niño Jesús, que amaba a todos los niños del mundo. Mis amigos mayores de la calle Larga me decían que no era así, que no creyera ese cuento, que el Niño Dios eran los padres de uno y que nos acostáramos pero que nos quedáramos despiertos, con los ojos cerrados durante toda la noche, para que los viéramos ponernos en el cuarto los juguetes bien entrada la madrugada. Y la verdad sea dicha, yo lo intenté una vez pero me quedé dormido y cuando desperté encontré que ya estaban a mi lado el trompo metálico y el clarinete de esas Navidades.

Por lo anterior sucedió que descubrí el misterio pero de otro modo y por mi mamá, que era muy católica y que no hubiera querido que lo desvelara tan temprano. Todo ocurrió así como se los cuento. En la tarde de esa Navidad mi madre me llevó al portal de la Gobernación para ver la Feria de los juguetes con la intención de comprobar cuál de los muchos que había exhibidos en el piso me gustaba. Y a mí me gustó un camioncito de bomberos, de color rojo, que tenía una manguerita enrollada y un par de escaleras metálicas a los lados, como los de verdad que yo observaba al otro lado de la bahía desde el balcón de la playa del Arsenal. Ella, al verme la luz de la ilusión en mis ojos, me dijo: Escríbele la carta al Niño Dios y le pides ese juguete, seguro que él te lo manda.

Mi madre se las ingenió para que el dueño del negocio le envolviera el camioncito en papel periódico mientras yo seguía mirando los demás juguetes en el suelo. Cuando regresé donde ella estaba ya tenía el camioncito envuelto y le pregunté qué era y para quién y ella me respondió que era un regalo que le iba a hacer a un ahijado hijo de una amiga pobre que ella quería mucho. Entonces me cogió de la mano y tomó la ruta de la calle Román hacia el camellón de Los Mártires.

Durante el recorrido no dejé de mirar el envoltorio que llevaba mi mamá debajo de su brazo izquierdo. Al pasar por el Mercado Público le pedí que me comprara un refresco de leche en uno de los kioscos de la entrada y ella accedió. Luego de tomarnos los refrescos, en el instante de pagar al quiosquero, el papel del regalo dejó salir por uno de los pliegues una manguerita exactamente igual a la del carro de bomberos que había visto en la feria de la gobernación y que me había gustado.

--Mami ¿qué es esa manguerita que sale del regalo? –le pregunté.

Mi madre me respondió que era el regalo del ahijado y que la mamá de él le había pedido que le comprara lo que a mí me gustara. Yo no le dije nada más aunque quedé con la duda de porqué el ahijado de ella no le pedía la navidad al Niño Dios, como todos los demás niños.

A la mañana siguiente amaneció en mi cama, a mis pies, el carrito de bomberos que habíamos visto en la feria, con la misma manguerita con la punta partida que le había observado en la refresquería del mercado.

Mi mamá estaba sentada a mi lado sonriente, observando mi reacción por el regalo. Yo lo cogí entre mis manos y después de manosearlo un rato y de aprender cómo se elevaba la escalera, cómo se tocaba la campanita y cómo se desenrollaba la manguera del agua, le dije:

--Mami: Los pelados grandes del barrio dicen que el Niño Dios es el papá de uno, pero como yo no tengo papá, ahora sé que mi Niño Dios eres tú. Porque fuiste tú la que me compró este carrito de bomberos.

A mi madre se le aguaron los ojos, me abrazó y me dijo: “Hijo, es verdad, no es el Niño Dios quien puso los juguetes hoy porque él apenas está recién nacido, es Papá Dios. Él hace, con su infinito amor, que nosotros los padres tengamos la plata para comprarlos”.

Montería, diciembre 10 de 2009

miércoles, 9 de diciembre de 2009

EL ABOMINABLE HOMBRE DE LAS NIEVES

En la escarpada cumbre del Kinchinyinga, casi cegado por el brillo del sol reflejado sobre la nieve, el alpinista divisó la presencia de un ser extraño. "El abominable hombre de las nieves", dijo para sí y se dispuso a enfrentarlo. Había leído mucho sobre él y estaba preparado para hacerlo.

El alpinista se detuvo y aligeró su indumentaria. Tomó en sus manos su pistola de rayos láser por simple precaución y se puso los anteojos de contraste para verlo destacar mejor en el contorno blanco. El abominable hombre de las nieves se quitó las escarchas de su rostro barbudo, tomó un libro entre sus manos, una especie de cuaderno de bitácora, y se lo quedó mirando fijamente.

__¿What can I do for you? __le preguntó el alpinista luego de un instante de duda y temor.

El hombre de las nieves examinó al intruso de arriba a abajo y le contestó acremente.

__¡ Yanki son of a bitch, go home!

Entonces el alpinista guardó su arma, recogió sus alforjas y desanduvo el trayecto con soberbia. Primero llegó al monasterio del Karakorum y reprendió a los monjes por no saber nada del hombre de las nieves. Luego diría en una rueda de prensa en Bombay que el mítico personaje no era de este mundo, y finalmente se marcharía con rumbo a Washington. Allí comunicaría a sus superiores del Pentágono que la ciudad subterránea de Shambhala era inexpugnable y que ya nada se podía hacer para conquistarla.

1977

lunes, 23 de noviembre de 2009

EL BOGA Y EL PAPA

Un día de abril de 1964 Montería amaneció con una escultura más. Una escultura que no había sido encargada ni por la Curia ni por el Gobierno local. Y que no tenía la firma de ninguno de los escultores famosos de Cartagena de Indias y de Bogotá, a quienes los voceros del Establecimiento les habían encomendado el busto del patricio conservador Miguel R. Méndez y la estatua del Papa Pío XII.

Ancho de espaldas, de facciones duras, estrecho de caderas, de piernas cortas y apenas cubierto en sus partes pudendas por el taparrabo usual de los canoeros, El Boga fue presentado como un homenaje artístico al pueblo trabajador que había contribuido con su sudor al engrandecimiento de toda la comarca. Su autor, el abogado, poeta, músico, actor, coreógrafo y escultor Guillermo Valencia Salgado, lo había vaciado en cemento en los patios del popular Tigre Pérez, un simpático empleado judicial quien tenía en su casa un taller artístico de fundición y que era amigo de aficiones culturales y de bohemias intelectuales del Compae Goyo.

El día de su inauguración en la avenida 20 de julio, a orillas del Río, estuvieron presentes casi todos los dirigentes del MRL y los profesores del Colegio Atenas. El docente de Historia Eduardo Pastrana fue el encargado de hacer el brindis. Con la parsimonia que le era característica alzó su copa de ron blanco, entrecerró los ojos y brindó porque con ese monumento se abrían las puertas del arte a las aspiraciones estéticas de los trabajadores, puertas que habían sido cerradas con la censura clerical y desmantelamiento de la parodia teatral Vivan los árboles, escrita y llevada a escena por él con los alumnos del colegio nacional José María Córdoba y en la que hacía una crítica al fanatismo y a la intolerancia reinantes en toda la provincia.

Los estudiantes del Atenas y del colegio nacional hacían de espectadores entusiastas y algunas –las quinceañeras-- sonreían con picardía cada vez que le miraban el bulto al boga y constataban que más que una fiel copia de le realidad parecía el deseo de su creador de convertirlo en paradigma de la felicidad. Otros, los aplicados discípulos del profesor de dibujo Antonio Martínez, criticaban las dimensiones descomedidas del tórax y de los hombros y la ostensible pequeñez de las extremidades inferiores.

El Boga duró setenta y dos horas en su base de concreto: una canoa truncada pegada en el centro de una alberca pequeña y rodeada de nenúfares y de algas. Un joven altanero, atrabiliario y fortachón pero de noble cuna, estimulado por el ron anisado que expendían en el cabaret El Palmar y por las palabras del cura Restrepo, dichas en la misa dominical en contra de la escultura (violación aberrante de la estética cristiana basada en el pudor), la destruyó a martillazos y para ello contó no solo con el silencio cómplice de los vigilantes sino de la prensa hablada, que se limitó a decir, al día siguiente, que un artista loco, émulo de Miguel Ángel, le había arrancado con un martillo de diez libras un pedazo a la rodilla, mientras le decía, en medio de su delirio: ¡Habla, corroncho de mierda, habla!.

El domingo siguiente, y en medio del estupor de las beatas de la primera misa, la estatua de mármol del Papa Pío XII amaneció sin la mano derecha. Así había sido decidido en una reunión realizada en el patio del Colegio Atenas el mismo día de la destrucción de El boga y a la cual asistieron los dirigentes más esclarecidos del MRL, los docentes del Colegio, dos o tres comunistas clandestinos y al menos un “maestro sublime” de la incipiente masonería pitagórica del Sinú, en una santa alianza que fue comparada por el padre Mercado con la figura del basilisco que usaba Laureano Gómez para asustar a los conservadores durante los años tenebrosos de la violencia. El visitador médico Maximiliano De la Hoz, famoso por su anticlericalismo, el profesor Nieto y el carpintero Uribe, fueron los encargados de ajustar la cabuya en la diestra de Eugenio Paccelli la noche del sacrilegio. El concejal dueño del jeep pisó el acelerador y la cabuya se puso tensa. Maximiliano le decía: ¡Acelera! ¡Acelera!... que no quede nada en pie de ese papa fascista, convencido de que los pobres de solemnidad anhelaban saborear el placer de la venganza por lo acontecido a la estatua de Valencia Salgado e irían a prorrogar las festividades del 20 de enero para explayar su alegría. El jeep aceleró y aceleró hasta que la mano cedió y la escultura de Su Santidad quedó manca, daño sacrílego que fue apañado por un tallista sacro de apellido Lombana, enviado por la Arquidiócesis de Cartagena de Indias.

Pero no hubo el jolgorio democrático que los catedráticos y amigos del Colegio Atenas deseaban y esperaban que se produjera. Pasó todo lo contrario. La Iglesia organizó una misa campal de desagravio a la que asistió casi toda la comunidad y en ella el señor obispo Pimiento excomulgó de forma innominada a los autores del sacrilegio, a quienes señaló como enemigos de Dios, de la Iglesia, de la Patria y de la civilización occidental. La estatua del Papa, una vez arreglada, fue cambiada de sitio y hoy se la puede admirar en el pórtico del palacio episcopal. El Boga, en cambio, fue arrinconado por decisión de su escultor en el cobertizo parrandero de la finca La nueva ola del abogado Rafael Espinosa, convertido en colgadero por su mucama. Y hoy, al cabo de tantos años, es apenas un pedazo de añoranza en el sentimiento de los intelectuales contestatarios de entonces.

domingo, 15 de noviembre de 2009

NOLI ME TANGERE

Esto que ahora es mar y una que otra torre que emerge de las aguas, ayer fue una gran ciudad llena de vida. Los hombres que ahora visitan sus ruinas, observan unas largas murallas de piedra con las que mis abuelos intentaron detener la furia de las olas.

--Vivían en la edad de piedra—dijo uno de los investigadores de esa costa sumergida.

--De la piedra pulida porque están tan bien hechas y puestas unas sobre otras que no hay ranuras entre ellas— apuntó el que tenía un pequeño instrumento de medición.

Estaban en la otrora costa de mis sueños, que había cambiado su perfil y su rostro. Todavía se veía fluir el fuego de la sierra y el desprendimiento de la tierra calcinada de las orillas, que caían ambos sobre las aguas hirvientes.

--La tragedia ocurrió hace pocos yins—dijo el que parecía comandar la expedición.

-- Pero no quedó vivo nadie para contar el cuento—agregó el tenedor del instrumento.

--Al parecer sus órganos eran de un tejido que no resistía las altas temperaturas –apuntó el más intrépido de los tres mientras agarraba un pedazo de lo que fue el vestido de teflón reforzado que me construí para evitar ilusamente la muerte.

Entonces empezaron a moverse hacia un camellón sembrado de estatuas pero antes se detuvieron en una torre pequeña en forma de aguja, edificada sobre una de las murallas y que guardaba en su pecho el recuerdo de un reloj que señalaba la hora del desastre.

Las estatuas fueron el centro de interés de los buceadores y hacia allí se dirigieron luego de grabar varias imágenes de la singular torre.

--Son personajes de su historia—dijo el comandante.

--Posiblemente una galería de gobernantes ilustres—agregó el del instrumento.

El más curioso se situó en las escalinatas de la estatua mayor hasta alcanzar la placa del grabado que la identificaba. Para hacerlo tuvo que pasar por encima de varios pedazos de antiguas naves de cabotaje que estaban regados sobre el piso.

--¡Noli me tangere! era su nombre –dijo a los demás que estaban expectantes.

--¿Noli me tangere?—preguntó el comandante--. ¿Sabes lo que significa?

..Sí –dijo el del instrumento--. Aquí dice que traduce “No me toques”. Y agrega que fue la frase con la que un tal Jesús detuvo a una de sus amigas que se disponía a abrazarlo.

--Es entonces una metáfora –dijo el comandante--. La pose del ángel parece decirle no me toques al demonio destructor que hemos perseguido por toda esta galaxia.

Noviembre de 2009.

amoravelez@yahoo.com
Celular: 317.374.1207
Montería, Córdoba

domingo, 1 de noviembre de 2009

EL BORRACHITO DE LA 36

Durante los primeros años de la década maravillosa, cuando apenas empezaba a vivir la vida por mi cuenta, trabajé en la radio como locutor. Hacía un programa de complacencias y gracias a las letras de los boleros de moda enamoré a una muchacha de amplias caderas y buenas piernas que tenía rostro y ojos orientales y una cabellera negra que le llegaba a la cintura. Se llamaba Elvira y me visitaba casi todas las noches en los estudios de la emisora, situados en el segundo piso del edificio Pupo. Allí esperaba a que terminara mi turno y luego de un rato de besos y amasijos que no pasaban a mayores, la acompañaba hasta su casa en la calle 40 y luego regresaba a la mía, cinco cuadras antes.

Una de esas noches pudo haber terminado en tragedia y hoy no les estaría contando el cuento. Ocurrió que en el pretil de un bar esquinero, frente a la plaza grande, dormía su borrachera uno de los tantos bohemios de la ciudad. Eran como las doce y cuarenta de la madrugada y apenas estaban despiertas las vendedoras de sopas de mondongo de la 36 con tercera, que se decía eran especiales para los amanecidos, y el portero de la pensión San José, pensión económica que servía de refugio a las parejas que salían de los bares vecinos, luego de una noche de aguardientes acompañados con las canciones románticas de Orlando Contreras y de Olimpo Cárdenas.

Elvira y yo avanzábamos tranquilos por la carrera cuarta y vimos al borrachito acostado en posición fetal y no le pusimos mayor interés porque estaba dormido. A esa altura del trayecto hablábamos sobre el retrazo menstrual que a ella le preocupaba. Yo le decía que había leído en la revista Luz que eso le ocurría con frecuencia a las mujeres y que no necesariamente era signo de embarazo, que para mayor seguridad tenía que hacerse la prueba del sapo. Además, le decía: “Chinita, nosotros no hacemos el acto sexual completo y la baba que me sale durante las sobadas no empreña”. Mi novia me decía que sí empreñaba y que ella quería ir donde un médico pero que no tenía dinero y que no podía pedírselo a su mamá. Yo le propuse entonces que fuéramos donde un farmaceuta amigo que no nos cobraba y estábamos en esa discusión cuando de pronto oímos y vimos que el borrachito, tal vez por la bulla de nuestras voces, se despertaba y apuntaba para todos lados con un revólver.

--¿Quién anda por ahí, ah?… ¿Quién me va a robar?

El portero de la pensión se metió corriendo por la puerta y yo le dije a Elvira –lo que nos salvó la vida—que no mirara hacia atrás y que siguiera caminando, normalmente, como si nada. Estábamos a cinco o seis metros del potencial homicida pero del otro lado de la calle, bordeando los límites de tierra de la plaza grande, la misma que había recibido la sangre de muchos manteros durante las tardes de corraleja.

--¿Y si nos dispara?- -me susurró Elvira y tuve que sujetarla por el brazo para evitar que corriera.

--Es más fácil que nos dispare si corremos –le contesté de igual modo--. Sigue así como vamos, que no nos va a pasar nada.

Y así fue. A los pocos pasos oímos refunfuñar al borrachito y quedarse callado, supongo hoy que guardó su revólver y se volvió a acostar sobre el pretil. Sentimos entonces que el silencio de la ciudad regresaba para acompañarnos por el resto de la caminata. Apenas si se escuchaba el murmullo del viento que mecía los tamarindos de los patios y a lo lejos el canto de una lechuza espantada que volaba en busca de otra premonición.

Cuatro cuadras más adelante dejé a mi novia en la puerta de su casa y regresé enseguida pero por la carrera quinta, del otro lado de la plaza, y no vi al personaje en la acera iluminada del bar. Vi al portero de la pensión que desde la calle me decía con los brazos: Se fue. Caminé una cuadra más, llegué a mi casa de madera y zinc, todavía sudando el frío de la impresión, empujé la puerta que mi mamá dejaba apenas ajustada, me tomé la limonada que estaba sobre la mesa y que ella me preparaba todas las noches, la escuché decirme: “Hijo, gracias a Dios llegaste…tuve un sueño feo y he estado rezando por ti” y me acosté con la idea de haber sido aplazado por la muerte esa madrugada monteriana de 1963.


Montería, febrero de 2009.

sábado, 24 de octubre de 2009

PLÁCIDA

La vi por primera vez en una semana cultural. Tocaba la orquesta Los platinos un ritmo tropical y yo observaba sus hermosas piernas que quedaban al descubierto cada vez que su parejo la ponía a girar como un trompo, sin importarle el espectáculo de exhibición erótica que ofrecía su mulata rumbera a los demás asistentes al baile que estábamos cerca de la pista del Club Popa. Supe entonces que estudiaba en la facultad de Medicina, que vivía en el barrio Crespo y que tenía un nombre que invitaba a vivir la experiencia del amor en un paraje apacible: Plácida. Decidí esa noche que trataría de anclar mi nave en esa rada de ensueño y que, para tal fin, debía utilizar todas las estrategias de conquista a mi alcance para llegar a ella

Lo primero que hice fue pedirle a una amiga común que nos presentara en los pasillos de la universidad. Ella la buscó y le entabló conversación y yo llegué como si fuera ocasionalmente a solicitarle a mi condiscípula una información sobre la clase de derecho constitucional colombiano.

--Mira, Plácida, te presento a Antonio –le dijo en el momento en que yo le ofrecía mis excusas para poder preguntarle a Carmen los términos de una tarea de mentiras.

--Hola Antonio –respondió en un tono casi impersonal, me miró fugazmente y volvió la mirada sobre mi amiga. —Carmen te dejo, hablamos mañana.

La experiencia se repitió dos o tres veces y el resultado fue el mismo. Plácida se despedía de Carmen al notar que yo me acercaba, y no aguardaba a que yo le dijera algo, un comentario, un piropo, cualquier cosa, como si leyera en mis ojos la pasión amorosa que su belleza me inspiraba y presintiera que ese acercamiento mío no era casual sino una tramoya para iniciar una conversación con ella.

Pasaron muchos días después de esos intentos fallidos, durante los cuales yo me limitaba a verla pasar con sus suéteres ajustados y sus minifaldas por los pasillos de nuestra Alma Máter y a saludarla cuando se dignaba dirigir la mirada hacia el escaño en donde yo estaba, saludo que respondía cortés pero fríamente, sin asomo alguno de agrado o simpatía.

En una de esas ocasiones, repasando las conferencias de Obligaciones, me acompañaba el “gordo” De la Ossa, quien hacía parte de mi grupo de estudios. Éste, al notar la forma displicente como la futura galena contestó mi saludo, me dijo: “Oye, y esta negrita qué se cree que te mira como si estuviera mirando al hijo de la cocinera”. Plácida escuchó y volteó su cara hacia nosotros y le lanzó a De la Ossa una mirada acuchillante como diciéndole: “Muérete, gordo infeliz”. Yo hice una mueca con todo mi rostro que pretendía ser una explicación por la frase de mi amigo, pero ella no se dignó recibirla.

Y así pasaron los días y las semanas y yo intenté mostrarme ante Plácida como un joven con futuro interviniendo en la huelga universitaria de ese año como orador, en las veladas literarias con mis cuentos comprometidos, en el grupo de teatro, en los torneos de ping-pong y en los eventos sociales como cantante de boleros, pero nada. Plácida parecía una mole de cemento con su indiferencia y solo tenía ojos para el joven que la exhibió en el baile en el que la conocí. “Lo que pasa Antonio es que ese muchacho, que es del equipo de baloncesto de la universidad, la invita a discotecas, a restaurantes, a heladerías, y tu no tienes con qué” me dijo Carmen. “Y también que ella te ve como poca cosa por la forma modesta como vistes”, agregó Ida Inés, otra condiscípula amiga.

Un día cualquiera mis dos amigas se acercaron a mí en la cafetería de la universidad y me dijeron que se me presentaba la oportunidad de demostrarle a Plácida que las apariencias engañan y que los hombres valemos más por lo que somos y llevamos por dentro. “¿De qué se trata?” les pregunté. “Este domingo que viene vamos a hacer un paseo en la playa y Plácida va a ir y se va a poner el bikini que le trajo su mamá de Miami”, dijo Carmen. Ida Inés agregó: “Carmen y yo vamos a llevar los sándwiches de pollo y Geminiano, el “gordo” De la Ossa y tú deben “ponerse” las cervezas”.

Y así fue. Ese domingo fuimos a la playa de Castillo grande los seis y Plácida se puso su bikini y se convirtió en el objeto de las miradas de todos los jóvenes de la “jai” que se encontraban a nuestro alrededor. Al principio se mostró algo molesta porque no sabía que “el gordo” y yo íbamos a estar en el paseo playero pero como admiraba a Geminiano porque lo había visto en una obra de teatro, disimuló el enfado conversando con él sobre el teatro del absurdo. Entretanto “el gordo” y yo conversábamos de filosofía para que ella supiera que yo era docente de esa materia en un colegio importante de la ciudad.

Al poco rato, cuando apenas habíamos consumido una cerveza cada uno, Plácida dijo: “Me voy a meter al agua. ¿Quién me acompaña?”. Todos a una dijeron: ¡Antonio! Y mi diosa esquiva salió corriendo hacia el mar dejando tras sí las miradas eróticas de los bañistas que estaban cerca y complementando de ese modo con su escultural cuerpo el paisaje de esa mañana caribeña. Yo salí corriendo hacia ella y le grité: ¡Espérame! pero no me esperó. Y se lanzó a las aguas y comenzó a nadar hacia lo hondo.

Todos, estoy seguro, esperaban que el mar fuera testigo ese día de mi declaración de amor y que Plácida, al menos, respondiera con un “Déjame pensarlo” que me diera la oportunidad de insistir en otros escenarios y de mostrarle quién era y qué escondidos tesoros tenía para entregarle si aceptaba ser mi novia. Pero Plácida no me dio la oportunidad de hacerlo porque llegó hasta el límite de las boyas, haciendo gala de sus excelsas dotes de nadadora que yo desconocía, y me dejó a pocos metros de la orilla disimulando el ridículo y mirando impotente hacia el lugar en el que también flotaban otros expertos nadadores, que no dudaron un instante en rodearla y en coronarla de elogios por la hazaña.

Ida Inés y Carmen me miraron llegar con la desilusión pintada en el rostro. “¡Qué vaina, Toño, que no hayas aprendido a nadar en el Sinú por culpa de tu mamá!” exclamó Geminiano. “Te va tocar aprender”, completó “el gordo” De La Ossa con una sonrisa de oreja a oreja. Carmen, que quería en lo más profundo de sus sentimientos de amistad que yo fondeara mi velero en esas aguas tranquilas, optó por decirme que no abandonara el empeño, que Troya no se conquistó en un día y que ya habría otra oportunidad en otro momento y lugar más propicios para mí.

Pero pasó el tiempo y el tiempo se llevó las ilusiones. Por mucho que urdí y busqué una nueva oportunidad, ésta no se volvió a presentar, ni siquiera los encuentros con Carmen en los pasillos de la Facultad que Plácida evitaba. Y para cancelar todo intento mío de abordaje, la mulata de Crespo optó por caminar a toda hora y amartelada con su novio deportista por los pasillos del viejo convento de San Agustín y por las calles empedradas de La Heroica, y yo empecé, por fuerza, a mirar hacia otros predios de amor para paliar el fracaso.

Hoy, después de casi medio siglo, de una frustración amorosa posterior y de haber encontrado finalmente, en ese mismo claustro, a la madre de mis hijos, Plácida es apenas una de las tantas imágenes de mi juventud que de vez en cuando afloran en mi mente para arrancarle sonrisas al pasado.

Montería, octubre de 2009.

miércoles, 21 de octubre de 2009

LA GORDITA DEL TROPICANA

Por los tiempos en que las heladerías no abundaban en la ciudad, el callejón del mercado era un lugar casi obligado para disfrutar un buen refresco de zapote o níspero con leche o de Milo, que era mi preferido. Enfrente de las refresquerías quedaba una fonda en la que a veces tomaba los alimentos y detrás de ella, entrando por la carrera segunda, estaba el coliseo de boxeo en donde vi pelear a los colombianos Kid Pérez y Luis Carlos Cassarán contra un chileno de apellido Cartens.

Ese era mi mundo de entonces. Mi mamá tenía una colmena de abarrotes en ese mercado y yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en ese sector. Me hice amigo de un fresquero de apellido Cuavas, quien me pagaba con un Milo diario la picada del hielo, tarea que realizaba con gusto mientras escuchaba los partidos de la pelota profesional y los programas deportivos que lo comentaban y también los merecumbés de la orquesta de Pacho Galán, que estaban de moda.

En esta mesa de refrescos del callejón del mercado hablé por primera vez con la mujer de este cuento. Era joven, gordita y agraciada. Yo la había visto salir del Pasaje Felipe, más exactamente de la choza de palma de la entrada, pero no la saludaba porque era, como decía mi mamá, una mujer de la vida y yo suponía que eso le daba una ventaja de experiencias sobre mí que estaba apenas por los quince años. Esa tarde se sentó a mi lado en una de las bancas de la refresquería de Cuavas y me dijo: Hola, ¿como estás? Yo le contesté que bien y conversamos un poco sobre su trabajo de mesera en el Tropicana y los estudios míos de bachillerato en el Liceo. Una vez agotó el vaso metálico de su refresco se despidió sonriente y se marchó. El señor Cuavas, que había seguido el hilo de la conversación mientras enjuagaba unos vasos, me dijo: Esa muchacha quiere acostarse contigo, todo ese cuento del Tropicana fue para que supieras el lugar y el horario de su trabajo. Visítala y te la traes para el Hotel Mogador, yo te presto para la habitación si no tienes.

Durante los días siguientes los demás inquilinos del pasaje vieron cómo la gordita del Tropicana salía de su cuarto y pasaba delante de la puerta de mi pieza siempre que yo me sentaba en una mecedora a leer, y lo hacía con el pretexto de guindar una ropa en el alambre o de entrar al baño del patio o de recoger agua de la pluma, y siempre con una falda transparente para que yo le viera sus encantos y me guiñaba el ojo y me sonreía, como diciéndome: Ajá y ¿cuándo vas a ir por mí? El Chato –uno de mis amigos—se dio cuenta de la actitud seductora de la gordita y me dijo: Huy hermano, le cuento que esa pelada no quiere con nadie aquí en el pasaje y está botada por usted. Obviamente, mi mamá también se dio cuenta y me advirtió: Cuidado te vas a enredar con esa mesera porque te puede pegar una mala enfermedad.

El viernes de la siguiente semana fui con mis amigos del liceo, Jorge Barrera y Pepe Buelvas, a tomarnos un par de cervezas en el Tropicana. Yo sabía que me iba a encontrar con la gordita del pasaje pero ellos no porque no la conocían. Por eso se sorprendieron cuando vieron cómo la atractiva mesera de color claro y cabellos lisos me saludaba con una efusividad inusual y más cuando les dijo que las cervezas que yo consumiera las pagaba ella.

--¡Usted se acuesta esta noche con esta mujer de lo que no hay duda!—dijo Pepe. Jorge asintió y pidió que brindáramos por ese polvo, lo cual hicimos. Y empezaron entonces a hablarme de las técnicas de excitación, del manejo del ritmo, de las posiciones, de poner el pensamiento en otra parte y de las frenadas en seco para evitar la eyaculación prematura y de otras prácticas sexuales más que ellos sabían de sobra porque eran mayores.

Cada vez que la gordita llegaba con su toallita para secarnos la mesa y recoger las botellas vacías, Pepe y Jorge no hacían sino mirarle el trasero despampanante y las piernas, que se le veían casi todas por la minifalda que usaba. Y sonreír embelesados y decirme: Que envidia, flaco, pensar que tú vas a entrar esta noche en ese paraíso. Y yo no hacía sino pensar en cómo iría a domar a esa potra desbocada en la cama, yo, pobre y desmirriado mortal sin experiencias que apenas conocía la vagina de una mujer en las láminas de la revista Luz.

--Bueno y ¿cómo hago para irme con ella?—pregunté cuando ya habíamos consumido cuatro cervezas cada uno.

--Tienes que ir al mostrador y decirle al cantinero que vas a pagar la multa por las dos horas que le faltan por trabajar a tu amiga—me dijo Jorge y le hizo señas a la gordita para que llegara a la mesa con la cuenta.

--Lo demás ya te lo hemos explicado y lo que no, ella se encargará de explicártelo—agregó Pepe.

Y así lo hice. Pagué al cantinero la multa y mi gordita y yo salimos a los pocos minutos del bar con rumbo al pasaje. Pepe y Jorge nos acompañaron hasta la esquina de la calle 37 con avenida primera. Y solo se fueron en sus bicicletas cuando desde esa esquina nos vieron entrar en el rancho de palma y bahareque de nuestro destino.

--Aquí es mejor –me dijo ella en la puerta--. Estamos más en confianza. Además, cuando terminemos tú no tienes sino que cruzar el patio para llegar a tu casa.

La joven mesera vivía en una pieza que la ocupaba casi por completo la cama. Una mesa con vasos y cubiertos, dos sillas, un espejo de pared, una repisa con cosméticos y un baúl, completaban el mobiliario. Enseguida de la puerta que daba para el patio del pasaje había un alero de palma y debajo de él un anafe, un mesón de guaduas y sobre éste, un caldero, una olla y dos platos.

--Hasta que se me hizo—dijo, una vez quedó en interiores y se acostó en la cama. Y entonces le contemplé sus muslos que parecían de nácar y su sexo oferente y apretado que se le marcaba en su moruno de tela gloria.

--¿Cómo así? –le pregunté. Me había quitado la camisa, la franelilla y los mocasines y empezaba a quitarme los pantalones.

--Que desde hace tiempo tengo ganas de acostarme contigo, bobo-- me aclaró. Entonces me invitó con las manos y con la mirada. Y no se dijo más. Como si siguiéramos un libreto aprendido yo me subí a la cama en pantaloncillo y ella empezó a quitármelo y yo a quitarle el moruno y el sostén, hasta que quedamos completamente desnudos y empezamos el delicioso ejercicio del amor.

Hoy, después de tantos años, no sabría decirles cuanto tiempo duré cabalgando esa potranca alborotada. Lo cierto es que fue tal el esfuerzo y tanto el placer que después del segundo orgasmo me quedé dormido y desperté como a las seis de la mañana, a la hora en que las muchachas empleadas y de colegio del pasaje hacían cola en el patio para bañarse.

La gordita –de cuyo nombre no me acuerdo—no me dejó salir por la puerta de la calle sino por la del patio. Y todavía recuerdo la cara de asombro de las muchachas cuando me vieron despedirme de ella con un beso trasnochado y cruzar hacia mi pieza despelucado, con la camisa sobre los hombros y un caminado alabancioso, como si le estuviera dando la vuelta al ruedo, y en especial recuerdo la sonrisa y mirada insinuantes de una panadera de piel trigueña y cabello quieto que parecía decirme: Si ya te graduaste de hombre, flaco, mañana puedes darte una revolcada conmigo.



Montería, enero de 2009.

sábado, 10 de octubre de 2009

MICROTEXTOS

1.-OLVIDO TRASCENDENTE
El día que Sócrates dio la conocida respuesta dejó olvidada en su casa la libreta de apuntes.

2.-A ESPALDAS DEL AUTOR
Antes de entrar a la casa de la abuelita, Caperucita había planeado el final del cuento con el cazador.

3.-EXPERIMENTO IDEAL
El físico comprobó su error al cruzar por el agujero negro que lo condujo al mundo de los números negativos.

4.-COMO UN BOOMERANG
El pensador sintió que el mundo le daba vueltas y solo después supo que él lo había revuelto con sus ideas.


5.-BREVE HISTORIA DEL TERRORISTA
¡Booom!...

6.-SOSPECHA DE INFIDELIDAD
¡O Lotario o yo! —le dijo Narda a Mandrake.

7.-ESPEJO ALTERADO
--¿Espejito, espejito, quién es la mujer más hermosa del reino?
-- Bo Dereck
--¿Quién?… ¡Pero si esa no ha nacido aún!
--Uhhh…perdóneme majestad, me equivoqué de frecuencia.

8.-EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

El hombre vio al perro en la acera y bajó a la calzada para evitarlo. Al verlo pasar distante y temeroso, el perro le dijo: ¿Por qué me temes? ¿No soy acaso el mejor amigo del hombre?

miércoles, 7 de octubre de 2009

MI GALLITO


Mi gallito tenía las plumas doradas y negras. Tenía una cresta roja y caída como los gallos grandes y se la pasaba correteando a las gallinas del vecino.
Yo iba a su encuentro siempre que llegaba del colegio. Lo cargaba y lo acariciaba y lo ponía a picotear los granos de maíz en mi mano y a beber agua en la taza que le había colocado en el abrevadero.
Mi gallito cantaba todas las mañanas que era un contento y era tan hermoso su canto que competía con el turpial de los Gómez y le ganaba en tesitura y brillo.
Alguna vez dije que mi gallito crecería y que tendría unos pollitos parecidos a él y que moriría de viejo, como morimos todos. Pero yo tenía doce años y mi gallito era tan pequeño que no había porqué pensar en esas cosas. Él era, por esos días, mi juguete preferido. Y no tenía mucho de donde escoger porque mi mamá era un ama de casa pobre y mi papá no tenía un empleo estable.
Una tarde llegué del colegio, tiré los libros sobre la cama y me fui a buscar a mi gallito. Regué la vista por todo el espacio del patio pero no lo vi. Debe estar en el gallinero de al lado, pensé. Pero tampoco. ¿Se fue para la calle? le pregunté a mi mamá. Ella no supo que responderme, se le notaba triste, con la mirada en otra parte. Como si no quisiera revelarme la suerte de mi gallito. Pero yo abrigaba la esperanza de que apareciera en las manos de algún vecino, como había ocurrido en dos ocasiones anteriores. Pero no ocurrió.
Media hora después supe la verdad al ver en el plato sobre la mesa un par de muslos pequeñitos que me negué a comer. Me fui entonces para el cuarto a llorar y a decir entre sollozos todo lo bueno que sabía de mi gallito y a gritarle a mi mamá que yo no era capaz de comérmelo. Mi madre llorosa y arrepentida me abrazó y me dijo: Eso es lo malo de ser pobre, mijo. A veces hacemos lo que no queremos. Por necesidad.

Montería, septiembre de 2008

sábado, 3 de octubre de 2009

MI DULZAINA

Esa tarde mi madre se peinaba su larga cabellera frente al almendro de la puerta y se untaba una tintura para esconder los años. Mi padre solía llegar todas las tardes con un periódico viejo, una bolsita de algo y una tristeza. Después del colegio yo jugaba en la sala con una dulzaina y cantaba las canciones que escuchaba en la radio del vecino. Los domingos salía a cazar torcazas con mi honda y un arsenal de bolitas que elaboraba con el barro del río.
Mi padre era un empleado de la ruleta del gamonal y trabajaba todo el día en el bar de Sagbini y los sábados en la gallera. Esa tarde llegó con el periódico y su tristeza pero sin la bolsita, y quiso que yo le prestara la dulzaina a uno de los contertulios de la parranda de enfrente. Rascaba la guitarra un guitarrista trasnochado y el gamonal quería escuchar el vallenato que le cantaba Abel Antonio cuando llegaba de correrías. “Este es el amor, amor, el amor que me divierte”. Pero hacía falta la acordeón para entonar la melodía y la dulzaina la reemplazaba. Y se trataba del gamonal, el dueño de vidas y haciendas, que quería complacer a su “querida” del barrio Abajo, la mulata culiparada que se bañaba todas las tardes en el canal con nosotros.
Mi madre –temiendo el contagio de una mala enfermedad-- se opuso al préstamo y se enfrentó a la obligada y lamentable sumisión de mi padre como una fiera, como nunca la volví a ver en mi vida, y yo escondí mi dulzaina en los matorrales del patio. Mi padre, lleno de rabia porque quedó como un zapato ante el patrón, me botó en la letrina la honda, las bolitas de barro y un pedazo de mi alma. Mi madre, al tratar de impedírselo, regó la tintura y la otra mitad de sus afectos por el suelo.
Desde entonces dejé de matar torcazas y esperanzas y empecé a ver al gamonal de otra manera.


Montería, septiembre de 2008.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Un cuento de misterio

RECOGIENDO LOS PASOS


Lo vi parado al fondo del patio, cerca de la pluma en la que recogíamos el agua para el consumo de la casa. Estaba vestido todo de blanco y en una mano tenía algo así como un bastón o una vara santa. La noche estaba oscura y metida en lluvia y el canto de una lechuza sentenciaba la suerte del enfermo de la esquina. A lo lejos se escuchaba un porro tocado por la orquesta del cabaret El cocodrilo.

Al verlo sentí un estremecimiento por todo el cuerpo, más intenso del que sentí la vez que vi, en el camino que va a la ladrillera de Calamar, al temido personaje de los dientes de oro, patas de sátiro y cola de flecha. Yo estaba orinando y del susto suspendí la tarea, me mojé los pantalones y salí corriendo con dirección al cuarto que le habían alquilado a mi mamá.

Allí le conté lo que había visto y ella, para no asustarme más, me dijo que me acostara, que con seguridad esa visión había sido producida por un alma en pena que aprovechaba la oscuridad de las noches sin luna para recoger las oraciones de las beatas.

Motivado por esa explicación intenté ver las siguientes noches al señor alto y trigueño, vestido de blanco, pero no volvió a aparecer. Y terminé por olvidarlo y en desplazar mi interés de adolescente curioso hacia el desfile diario de cabareteras que solicitaban los servicios de modistería que ofrecía la dueña de la casa y en el exhibicionismo delicioso que había en la prueba de los vestidos que mandaban a hacer.

Un mes más tarde mi madre recibió de su prima Evelia una carta con un recorte de prensa que daba cuenta de la muerte de mi padre biológico en la ciudad de Bogotá y que le ponía fin a la espera alimentada por las adivinas del Paseo de Los Mártires, a quienes le consulté su paradero una y mil veces y de quienes obtuve siempre la misma respuesta: “Su padre está vivo y lo piensa mucho”.

Mi madre –que por mí no perdía las esperanzas de volver a verlo--, con lágrimas en los ojos y el recorte de prensa en las manos, me dijo:

--Hijo, me duele en el alma decirte que ya no vas a poder conocerlo... aquella noche a quien viste fue a tu padre, que estaba recogiendo los pasos y quiso saludarte en espíritu antes de iniciar el viaje a la eternidad.


Montería, Octubre de 2008.

martes, 22 de septiembre de 2009

Una fábula fantástica

UN PERRITO SOBERBIO

Érase una vez un perrito que quería ser el amo y señor de toda la comarca. Comenzó señalando con su orina el territorio de su barrio y fijó entonces mojones precisos que prohibían el paso a los demás perros del entorno. Luego marcó el espacio del pueblo y a todos sus congéneres les dijo que sólo él podía ladrarle a la luna por las noches. Pero no estuvo conforme. Entonces decidió que el único gozque que podía olfatear los prados y bosques de Colombia era él y se orinó en la Patria con emocionado gesto. Finalmente, engreído hasta el cansancio, determinó que sólo él podía coger a las demás perras de América y se orinó el continente desde el estrecho de Behring hasta La Patagonia.

Su soberbia no parecía tener límites y pensó hacer lo mismo con todo el planeta y se situó en la cima del monte Everest con la intención de orinarse todos los países y mares de La Tierra. Antes de hacerlo miró hacia el cielo encapotado y sonrió, pensó entonces que ya le tocaría el turno a las estrellas, a las que ya imaginaba apagadas por su orina. Nuestro perrito aspiró todo el aire de ese tejado del cielo, alzó su pata y comenzó a orinarse todo el Himalaya, monte a monte, pico a pico. Un monje Lama que lo vio en su desenfado invocó enfadado a los dioses y produjo el milagro. Por entre las nubes apareció un dedo inmenso, brillante como el sol, y una voz de trueno que le dijo:


--¡El único que tiene derecho a orinarse en el mundo soy yo¡-- Y lo destripó en la cima.


2001

martes, 15 de septiembre de 2009

Un cuento tierno

CIELITO

Se llamaba Cielito y era un ángel en busca de amor. Tenía siete años, un solo vestido y las ganas de tener un papá que la consintiera. Mi madre era amiga de su madre, le compraba la lotería todas las semanas y le brindaba –a ella y a la niña-- un vaso de chicha de Badea que ella hacía y vendía en su colmena del Mercado Público. Tantas fueron las visitas y los vasos de chichas que Cielito, a instancias de su madre, empezó a decirle abuela a mi mamá. La mamá de Cielito –es conveniente decirlo-- había sido meretriz y de esa época de su vida le quedó la niña y se había convertido en vendedora de ilusiones para no marcar el destino de su hijita de padre desconocido con el estigma de la profesión más antigua del mundo.

Un día cualquiera la citada vendedora de lotería le dejó a mis padres a Cielito para que se la cuidaran porque ella se iba a aventurar a Venezuela. Y mis padres, quienes residían en esa época en el barrio Montería Moderno, la recibieron gustosos. Desde entonces Cielito vivió con nosotros y alegró nuestro hogar con su encanto de niña. Y yo tuve que destinar de mis ingresos como locutor de radio una pequeña parte para la compra de su ropita.

Una noche en la que se festejaba mi cumpleaños, mi mamá les presentó Cielito a mis amigos invitados y éstos, maliciosos, le preguntaron quién era su padre. Cielito miró a mi mamá y me miró a mí, y no sabiendo cómo explicar su venida al mundo, me señaló con uno de sus deditos. Todos me miraron con picardía entonces y yo, por mi inexperiencia de adolescente, cometí uno de los errores que más he lamentado en mi vida. En lugar de seguir el juego le dije altaneramente a Cielito que yo no era su padre y ella se retiró de la sala cabizbaja y no pudo seguir exhibiendo esa noche su vestidito nuevo y su hermosa sonrisa.

Todos me regañaron. Hasta mi novia, diciéndome que no había necesidad de hacer esa aclaración porque todos sabían la verdad y que con ella no hice sino herir los sentimientos de la niña, que se distanció de mis afectos desde entonces.

Unos meses después apareció la madre de Cielito con la decisión de llevársela para Maracaibo, porque ya contaba, según le dijo a mis padres, con unos buenos ingresos, los suficientes para darle a Cielito la educación que se merecía. Mi madre y mi padre –que se habían encariñado con la niña-- quisieron oponerse pero no pudieron hacer nada. Y yo quise en ese instante ser el padre de Cielito para evitar que se la llevaran de nuestro lado, pero ya la niña no me veía con los ojos filiales del día de la fiesta y se fue con su madre para el país vecino. Y hasta el sol de hoy, como decía mi mamá. Sin siquiera una foto para recordar su angelical figura. Con la sola imagen de su ternura en mi memoria.


Montería, noviembre de 2008.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Un micro-relato de ciencia-ficción.

ACOPLAMIENTO CÓSMICO


El pordiosero se había acomodado en un rincón del kiosco de las retretas y se había cubierto con periódicos viejos, en uno de los cuales era visible la información acerca de las extrañas visiones de objetos voladores denunciadas por habitantes del condado.

Arriba, en la nave de Sharon, los técnicos preparaban la operación contacto; ajustaban para ello la piel de Elián, la voluntaria escogida para la primera experiencia. Elián era de piel oscura, como todas las expedicionarias del planeta doble de Tucán de la galaxia curvada de Proteo.

Sharon le decía a Elián: “Es fuerte aunque magro; bello, no obstante la mugre, y su mirada es triste como la de los pensadores de Triel”. Elián miraba también al pordiosero y decía: “Tiene las sinuosidades pronunciadas, precisas para un buen acoplamiento”. Ambas dejaron escapar una sonrisa de picardía.

El pordiosero dirigió su mirada hacia el techo del kiosco y vio cómo se coloreaba de anaranjado y todo el espacio alrededor se iluminaba como si fuera de día. Se levantó asustado y trató de correr pero un concierto de voces dulces lo detuvo y pudo más su natural atracción hacia lo desconocido.

Sharon le dijo entonces a Elián que el terrícola estaba listo para el cubrimiento. Entonces una nube de luz brillante envolvió al pordiosero y lo hizo sentir como si su cuerpo copulara con el aire y fue tal el éxtasis que se quedó dormido sobre el piso, ajeno por completo el ruido de las gentes que se arremolinaron en el lugar para indagar el origen de las luces.

2008

martes, 8 de septiembre de 2009

Uno de misterio y otro de CF

EL ENIGMA DE LOS MONJES

A mi esposa Idalia,
quien me contó la historia.


La colonial ciudad de Mompós no sospechaba que por sus calles adoquinadas y solitarias avanzaban esa noche, apenas favorecidos con la luz de los faroles, tres monjes templarios con una misión importante que cumplir. Era una noche de invierno, fría y con amago de lluvia. Los relámpagos herían el azabache del cielo y los perros de las casas aullaban como en los cuentos de terror, como si presenciaran el mohán del cual hablaban los abuelos ribereños en los velorios.

Los tres monjes llegaron vestidos con hábito y cogulla y portando unos extraños maletines piramidales que intrigaron al portero de la fonda del turco Aguabara. Fueron instalados por éste en un cuarto situado bien al fondo del patio, cerca del muro en el que alguna vez la hija del fondero viera los ojos de candela de un Lucifer ensoberbecido que protestaba porque ese año la procesión del Santo Sepulcro se la habían pasado por la puerta de esa casa y esa era una ofensa que un demonio que se respetara no podía tolerar, ni siquiera en una ciudad beata y supersticiosa como Mompós.

El turco Aguabara, no obstante su desconfianza natural frente a todo forastero misterioso, los atendió de buena manera. Tres monjes con maletines de cuero repujado y hábitos de lino eran tres clientes que no sólo le pagarían el hospedaje y la alimentación sino que le comprarían piezas de orfebrería con oro de quince como si fuera de dieciocho. Por eso le decía a su hija y a sus empleados: "Atiendan bien a los monjitos, que si no pagan con dinero pagan con los maletines".

La primera noche transcurrió en medio de los brisones que mecían los tejadillos de las casas como si fueran ramas, y los relámpagos que clareaban fugazmente el cielo y le permitían a los serenos vigilar mejor los callejones. La lluvia cayó tenue, disgregada, sobre las tejas y adoquines del pueblo, y un canto lastimoso que todos coincidieron en calificar del otro mundo, se escuchó a la hora en que los faroleros cumplían su misión de apagar las velas y las abuelas disminuían la mechita de las lámparas de aceite.

Al día siguiente, con un sol radiante de fondo y un concierto de trinos sobre los árboles, el turco Aguabara desperezó su humanidad de cien kilos, se enfundó en su pijama de seda china, se limpió las legañas con agua recogida, le ordenó a sus empleados el desayuno de los visitantes ("Huevos revueltos, café con leche y pan de sal. ¡Ah! Y jugo de naranja de entrada") y se sentó en su mecedora de bambú para ver pasar el tiempo. Afuera, sobre el pretil húmedo del zaguán, un viejo pordiosero tocaba el postigo en forma tan desesperada que más parecía un acreedor enardecido que un implorador de la caridad pública. "Dile a ese infeliz que se largue que hoy no tengo plata" le dijo el fondero a la mucama, quien lo miraba desde el cancel de la puerta. La muchacha miró al pordiosero y se limitó a preguntarle: "¿Ya oyó?". El viejo llagoso refunfuño y soltó una de sus acostumbradas permisiones satánicas: "Permita Lucifer que te caiga una saladera del carajo y te arruines". El turco le contestó furioso: "¡Tu madre es la que se va a arruinar, desgraciado!" y le ordenó a la empleada que cerrara el postigo y se pusiera a limpiar las materas.

El desayuno estuvo listo en pocos minutos pero los extraños monjes no aparecieron por el comedor, ni se les vio en parte alguna de la fonda durante toda la mañana. Al medio día, intrigados por el extraño comportamiento de los inquilinos, los amigos del turco Aguabara le recomendaron que los llamara a almorzar, pero el turco los tranquilizó diciendo: "Deben ser monjes de esas cofradías raras que hacen de la soledad y el ayuno el pan nuestro de cada día".

Una semana después, en Mompós no se hablaba de otra cosa. Pero el turco Aguabara, no obstante que su mujer no se cansaba de recomendarle que diera parte a la policía, y sus amigos, que colocara en la puerta del cuarto de los huéspedes una palangana con agua bendita, seguía creyendo que los monjes continuaban allí, en ayuno perpetuo por todos los males del mundo. Solo cuando el periodista Mieles Trespalacios consignó en las páginas de "El Universal" que bien podía tratarse de una metamorfosis como la de Kafka, basado en las versiones de un albañil, solo entonces permitió el dueño de la pensión el ingreso del Inspector de Policía. "Yo vi salir tres murciélagos por uno de los glifos de la ventana", había dicho el obrero que pintaba con albayalde una de las tapias del patinejo.

Cuando el Inspector ordenó, previo exorcismo practicado por el señor cura, la rotura del portón de la alcoba ocupada por los monjes, en su interior se escuchó un ruido como si un globo del porte de una catedral se hubiera desinflado, y en el ambiente quedó flotando ese olor a muerte detenida característico de los necrocomios. "Deben ser las almas de los tres monjes que ya se estaban dilatando de tanto esperar", dijo uno de los presentes en la diligencia. El cura se lo quedó mirando con una mirada de desaprobación que era casi una sentencia. Los demás rieron.

--¡Golpea fuerte!-- gritó el Inspector, dirigiéndose al oficial mayor, quien le daba y le dio a los aldabones con un martillo de diez libras, sin éxito. Luego lo intentaron el secretario, el sacristán y el agente de la policía, durante casi una hora, hasta que lograron vencer la colonial puerta, cuyas dos pesadas hojas se abrieron de par en par y dejaron ver el interior de la alcoba en toda su solemnidad.

--¡Santo Dios!-- exclamó el cura al contemplar los tres féretros colocados en sus respectivas camas. Regados por el suelo estaban los hábitos y las curiosas maletas piramidales que tanto llamaron la atención a los momposinos.

--¡Milagro! ¡Milagro!-- dijeron los creyentes apostados a la entrada.
--¡Abran los cajones!-- ordenó el Inspector.

Entonces el mismo oficial mayor, con un barrretón oxidado y la ayuda del policía, levantó las tapas de los tres féretros y esperó que sus superiores mirasen dentro para saber en definitiva de qué se trataba. Primero lo hizo el Inspector, luego el cura y después el secretario de la Inspección, el policía, el sacristán y el fondero. Y todos a una quedaron paralizados de asombro al contemplar los cuerpos semidesnudos de tres Cristos rozagantes de tamaño natural y al leer las tres notas manuscritas encontradas en cada ataúd con los nombres de las ciudades de Mompós, San Benito Abad y Zaragoza.

--Padre --dijo entonces el Inspector-- este asunto dejó de ser legal y se me sale de las manos, por lo tanto es suyo.

El cura párroco se acercó a los tres Cristos, los palpó con algo de temor y dijo: "Que raro, parece como si hubieran tenido vida y acabaran apenas de morir".

1981


IOD, EL ÚNICO


Las ráfagas de estrellas moribundas anunciaban la agonía de la pequeña galaxia, que era literalmente engullida por su vecina colosal, no obstante la tenaz resistencia de dos millones de años. Iod observaba desde su cubil la maniobra y pensaba en los millones de planetas que irían a desaparecer en el cataclismo, y en los miles de millones de seres que morirían sin darse cuenta.
Iod vivía en al séptimo cielo y para él las galaxias eran objetos diminutos que le entretenían sus observaciones. Vivía solo desde tiempos inmemoriales, sin padres ni hermanos ni esposa ni amigos. Y así había sido siempre. Ignoraba sus orígenes, sólo sabía que era Él, el Único y el depositario de la Fuerza, puesto allí para cumplir una misión que le sería revelada a su debido tiempo.
Miró —un millón de años después— cómo el último de los anillos de la galaxia pequeña se perdía en un desfiladero de materia oscura y generaba un estallido multicolor que semejaba el brillo del nacimiento del universo, por los tiempos del primer círculo. Percibió el llanto de los elementos disparados hacia la eternidad. Y alcanzó a sentir el dolor de una especie que había logrado acercarse a su pensamiento y que perecía devorada por el fuego.
Iod centró su mirador hacia ese sector del cielo y logró ver las ilusiones de sus pequeños seres diseminadas por el espacio que se llenaba de cenizas y escombros. Pensó que eran buenas y decidió salvarlas.
—¡Vengan! —le dijo a las pequeñas espirales que flotaban en el espacio que se abría.
Las cadenetas del mensaje se movieron hacia Él y Iod las envió con su fuerza hacia otro lugar del cosmos, y las sembró en las aguas de un planeta azul, para perpetuar las ilusiones de la especie devorada.
— ¡Que la vida, sea! —dijo en el instante de la siembra.
Y la vida fue, una vez más, y el planeta se llenó de plantas y de mares y con el correr del tiempo, de seres inteligentes que pensaron en Iod, pero de un modo diferente.

2008

miércoles, 2 de septiembre de 2009

MÁS BONITA QUE GEORGINA


A la hora en que el sol se metía en el horizonte del mar, el niño se sentaba en un banquito, todos los domingos, a mirar hacia el balcón de enfrente. En el segundo piso de esa casona colonial de la calle Larga, vivía una quinceañera de origen chino de apellido Wong y el niño, a pesar de su corta edad, estaba enamorado de ella. Como no conocía aún canciones de amor, le cantaba un porro que narraba las tristezas del dueño por la muerte de su gallo tuerto. Al final de la interpretación, que acompañaba con el ritmo de un tamborcito de cuero que le había regalado el niño Dios, el Romeo de la calle de Las Palmas le decía a su Julieta:

--Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito.

Y la jovencita se asomaba sonriente y le tiraba también besos al niño –que no cabía en su cuerpecito de la felicidad-- y los vecinos, quienes seguían de cerca la tierna escena, festejaban esos momentos de amor con palmas, sonrisas y una que otra lágrima furtiva.

Georgina –no sobra decirlo— se hizo amiga de la mamá y de los tíos del niño y lo visitaba todos los días cuando regresaba del colegio. En esos encuentros vespertinos la hermosa colegiala de ojos rasgados le llevaba paragüitas de caramelo al niño y respondía sonriente las preguntas de la mamá y le decía que sí, que se iría a casar con él cuando estuviera grande, que lo esperaría hasta que se convirtiera en un hombre hecho y derecho. Y el niño soñaba todas las noches con su boda y veía a Georgina con su traje blanco de cola y se veía él de vestido entero de paño, igual que la fotografía en sepia del matrimonio de los tíos.

Dos años después el niño seguía siendo un niño pero la joven era ya una mujercita casadera y con un novio real. Por algún tiempo Georgina y su novio le hicieron creer al niño que eran amigos nada más y que ella le cumpliría su palabra de matrimonio. Y él, aunque sospechaba que lo engañaban por piedad, seguía soñando en su boda con Georgina. Y le seguía poniendo serenatas los domingos con una canción nueva que se había aprendido y en la que un palomo le pedía a su paloma querida que volviera a su viejo nido.

Una mañana de domingo ocurrió lo que el niño ya temía. El balcón de la casa de Georgina estaba adornado con festones y lazos y había un inusual movimiento de personas que entraban y salían con paquetes y con viandas de fiesta. Rosa Helena, que así se llamaba la mamá del niño, vio que su hijo tomaba el banquillo y el tamborcito de las serenatas y le dijo que no saliera a cantarle a Georgina porque ella no estaba. Y trató de distraerlo con un paseo por el patio, señalándole las begonias, los helechos, los pájaros y los conejos, al tiempo que le decía que él estaba todavía muy pequeño para pensar en cosas de hombres, que ya Georgina había decidido organizar su vida en otra parte y que hasta allá no llegaría su voz con las canciones y el sentimiento de sus serenatas.

Al escuchar estas palabras de su madre, el niño salió corriendo hacia la ventana y alcanzó a divisar en la distancia de la calle el cortejo nupcial y ver a Georgina vestida de novia y a un joven con vestido entero de paño azul turquí que la llevaba del brazo hacia la iglesia, apenas a tres cuadras de la casa, y sintió por primera vez un nudo en la garganta que no se explicaba y comenzó a gritar ¡me ahogo! ¡me ahogo! y a pedirle ayuda a su mamá, que estaba a pocos pasos de él llorando también por la pequeña tragedia de su hermoso hijo.

La madre angustiada le alzó sus bracitos una y otra vez, lo besó, lo abrazó y le dio un vaso de agua con valeriana. Luego lo recostó en sus piernas y le susurró una bonita canción que le dice adiós a las golondrinas que se van, hasta que se quedó dormido.


A la mañana siguiente el niño se asomó a la ventana y notó que los festones del balcón se los llevaba el viento y vio a la empleada de los Wong barrer el arroz regado en la acera y en la calle. Luego miró hacia una de las puertas del primer piso y contempló a Raquel, la hija del carpintero del barrio, que salía de su casa con los libros del colegio en las manos.

Llamó entonces entusiasmado a su mamá para que la mirara y le dijo:

--Mami, Raquel también es bonita ¿cierto?

La madre vio otra vez el color de la ilusión en los ojos de su hijo y le contestó sonriente:

--Sí hijo, es muy bonita, más bonita que Georgina.


Montería, mayo de 2009.

Mis primeros años en Cartagena

LA CALLE LARGA
Pocos saben que mis primeros años de vida los viví en la ciudad de Cartagena, ciudad en la que nació mi mamá Rosa Elena Vélez. Era la Cartagena de los coches tirados por caballos que hacían las veces de taxis; del hoy moderno sector de El Laguito rodeado entonces de arena, de palmeras y de arbustos de hicaco; de la estación del ferrocarril ubicada en el lugar donde hoy queda el Banco Popular; del campo de La Matuna, escenario de partidos de pelota entre equipos improvisados; del reinado de belleza en el Teatro Cartagena y de las retretas en el Parque del Centenario; de cuando los notables con vestidos enteros de lino blanco se reunían en el camellón de Los Mártires todas las noches para hablar de todo. Era la colonial Cartagena en cuyo horizonte solo sobresalían las iglesias y las moles de los edificios Ganem y Andian y la torre de la Universidad, y que no se extendía más allá de los barrios El Bosque, Olaya Herrera, Amberes, Canapote y Marbella.

Viví en dos casas de la calle Larga del barrio Getsemaní. Una que hacía esquina con la calle de Las Palmas, adonde llegué unos meses después de mi nacimiento en Barranquilla el 14 de julio de 1942, recuperado de una enfermedad que casi me lleva a la tumba y de la que me salvé gracias a la asistencia médica humanitaria de un doctor de apellido Murillo que no le cobró a mi madre Rosa Elena sus servicios profesionales. Era la casa de mi tío-abuelo Luis Vélez Llamas y a ella nos llevó mi tío Agustín Vélez luego de saber que habíamos quedado abandonados en Barranquilla por mi padre biológico, quien se marchó para Bogotá a reclamar su herencia paterna y nunca más volvió. Años después, cuando ya tuve la edad de comprender su ausencia, mi mamá me llevó varias veces a consultar a las adivinas que instalaban toldas en el muelle de Los Pegasos y casi siempre la respuesta era: Su padre lo piensa mucho y está planeando el viaje de regreso para hacerse cargo de su futuro, que era lo que yo quería escuchar. Pero no lo hizo. No volvió. Y solo pude ver su aparición fantasmal una noche en el patio de la casa que habitábamos en 1956, justo el día en el que murió, de lo cual me enteré por el aviso de las honras fúnebres que publicó un diario de la capital.

En esa primera casa de la calle Larga viví los años que no se dejan agarrar por el recuerdo. La casa aún existe, es de una sola planta con un patio central empedrado lleno de matas al cual tienen acceso las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala. En la esquina de enfrente –calle de tierra de por medio-- había una casona colonial de dos pisos con balcones de madera y debajo, en el primer piso, la tienda de Lila, una agraciada y joven mujer que tenía un hermano sin tocayo que se llamaba Osterman, y en la que compraba las “arrancamuelas” y los “caballitos” de papaya con los centavos que me daban mi padrino Francio y mi madrina Luisita. De allí partieron el 25 de noviembre de 1944 en coche, mi mamá y mis padrinos, primos-hermanos de ella, a bautizarme en la iglesia de la Santísima Trinidad, situada en el corazón del barrio. Tenía dos años y cuatro meses, y según me contó años después mi madrina Luisita Vélez –alma buena que Dios tenga en su santo seno-- yo le menté la madre al cura Wendelino Mass cuando me echó el agua bendita helada sobre la cabeza.

En la calle de Las Palmas estaba la escuela del profesor Fortunato Sepúlveda --el profesor Fortu, le decían--, en donde hice mi primer año del kínder y en donde conocí el rigor de los métodos de entonces para amansar estudiantes díscolos, o como en mi caso, niños paralizados por el terror de verse en una casa extraña que más parecía una catacumba de los primeros años de la cristiandad. Impresionado por el ambiente lóbrego de la casa lloré como un penitente el primer día de clases y solo cuando hice una especie de shock los profesores me llevaron corriendo a la casa donde mi mamá para que me calmara, lo que hizo con un poco de agua de valeriana con azúcar.

Pero el recuerdo más vívido en esa casa de la esquina con la calle de Las Palmas fue el de la muerte de una niña mayor que yo de nombre Erlinda, que me quería y jugaba conmigo, hija de mi Tía Emma, una hermana de mi tía-abuela política María Vásquez, y que murió mirándome con unos ojos tristes que se me quedaron grabados para siempre. Cuando esto ocurrió, las primas de mi mamá le dijeron a María Ladeus, la cocinera. que me sacara del cuarto para que no viera los despojos de la muerte pero ya era tarde, porque yo había visto el misterioso momento en el que la vida salía de ese cuerpo joven convertida en una especie de visión viajera que iniciaba el recorrido hacia la eternidad y entendido, a esa temprana edad, que la muerte no es otra cosa que un sueño del que no se despierta jamás.

Sobre la adoquinada calle Larga, en una casa colonial de dos plantas y amplios balcones de balaústres torneados, decorados con matas colgantes, vivía en el primer piso la señora Esperanza Flórez – vendedora de flores y de helados en forma de cubos envueltos en papel que yo le compraba--, y en el segundo piso, una niña china de apellido Wong a la que solía ponerle serenatas con canciones como El gallo tuerto y La varita de caña de José Barros y a la que finalmente le gritaba, con toda la ingenuidad de un niño de cinco años: “Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito”.

Uno o dos años después mi tío Luis, quien tenía una tienda de abarrotes y una piladora de maíz en el mercado, empezó a construir un edificio de tres pisos que salía a la playa del Arsenal, que por esa época era un fondeadero de embarcaciones medianas y un pequeño astillero en el que se construían y reparaban las lanchas de madera que viajaban a Barú y a Bocachica. En el primer piso con la numeración 10-B-46 nos mudamos y desde su estrecha ventana pude observar las fiestas de noviembre y los desfiles de coches tirados por caballos, los cuales eran decorados con guirnaldas y festones de papel crepé. Y los hombres y mujeres disfrazados con los tradicionales capuchones rojos que me producían miedo; y a los muchos niños que salían a pedir regalos el día de Los Inocentes y que cantaban: Ángeles somos, del cielo vinimos, pidiendo limosnas para nosotros mismos. Aguardiente y vino para Marcelino, aguardiente y ron para Marcelón. Y que le decían a las amas de casa que se demoraban en responder: No te dilates, no te dilates, saca el bollo del escaparate. Y si no les regalaban, siquiera un dulce: Esta casa es de aguja donde viven todas las brujas. Y si les regalaban algo: Esta casa es de rosas donde viven mujeres hermosas. También recuerdo las procesiones religiosas que organizaba la parroquia de la Santísima Trinidad, en especial la de la Virgen de Fátima que era traída de Portugal y que según el Avé María que cantaban los fieles, “bajó de los cielos en Cova de Iría”.

Por estos años, mi abuelo Nicolás Vélez Llamas, a quien yo le decía abuelo capi, sufrió un derrame cerebral que lo dejó inválido con medio cuerpo muerto y que lo mantuvo sin poder valerse por sí mismo hasta su muerte por un coma diabético en el año 1954. Todavía está indeleble en mi memoria el sepelio, la ausencia de sus hermanos y el llanto de mi madre frente al cajón que casi no cerraba, y las imágenes anteriores de ella, hija abnegada, bañándolo desnudo y lidiándole su parálisis de medio cuerpo que lo mantenía atado a una cama de la que se levantaba ayudado para hacer sus necesidades fisiológicas en una bacinilla. También las imágenes de mi abuelo capi sentado en una mecedora con la boca torcida, la mirada perdida y el cuerpo desgonzado, el día que le dio el derrame cerebral después de comerse un plato de sopa de codillo de res. Y a Evelia diciendo: Eso le pasa por borrachín. Y a mi madre corriendo por toda la playa del Arsenal en chancletas, como una loca, para ir a avisarle a su tío Luis, que estaba en la piladora, que su hermano se moría. A mi abuelo Nicolás --el único abuelo que conocí-- le decía abuelo capi porque todos le decían el capi ya que le puso a un camión de su propiedad: El Piñango, que era el nombre de una conocida lancha de cabotaje que atracaba en la bahía de Las Ánimas.

LA PLAYA DEL ARSENAL
Una vez terminado, mi tío Luis se mudó con la familia a estrenar el segundo piso de su edificio y mi recuerdo se desplaza al balcón de atrás, frente la playa, desde el cual observaba la llegada de las lanchas de los pescadores con tortugas y sábalos inmensos que abrían y tasajeaban allí mismo, a la vista de los demás, y a quienes mi tía María les compraba varias libras para el consumo de la casa. Desde allí escuchaba el golpeteo de los trabajadores cuando rebajaban con sus hachuelas los listones de madera de las embarcaciones en construcción y recibía el olor a brea que usaban en el calafateo de las mismas. Por ese mismo balcón con barandales de concreto veía el desfile de las empleadas domésticas que contoneaban sus caderas desde la calle del Pedregal y alrededores hasta el Mercado. Y de las palenqueras vendedoras de alegrías con coco y anís, panelitas de leche y cocadas y caballitos. Y sentía bien temprano el olor del carburo y oía el tropel de los operarios de los talleres de soldadura vecinos y de las sierras de un aserrío ubicado a cien metros, y los oía porque yo dormía en el salón comedor que daba para el balcón de ese lado de la casa, en donde también dormía un turpial que me despertaba todas las mañanas a las 6 con un canto casi militar que hoy puedo repetirles sin equivocar una nota. El apartamento tenía una sala amplia, una sala de recibo en donde mis tíos Luis y María y las primas de mi mamá, escuchaban el radioperiódico Síntesis y el programa Coltejer toca a su puerta de La Voz de Antioquia; el comedor principal, tres alcobas y el salón comedor de atrás en donde dormíamos el turpial y yo, él en una jaula grande y pintada de dorado y yo en una estera, en el piso, un piso que tenía unas baldosas que, de tanto brillarlas, todavía reconozco en el lugar que las encuentre.

La calle del Arsenal, no sobra decirlo, era de tierra, en algunas partes cubierta por los residuos de madera de los astilleros y en otras por la basura que dejaban los camiones que llegaban con víveres para acopio de sus tiendas y depósitos mayoristas. Se estrechaba a la altura de la llamada Batería del Reducto –la antigua sede de la Virgen que hoy está sobre un pedestal en la bahía-- porque allí estaban dos edificaciones posteriormente demolidas, una casa colonial ruinosa, donde tenía la carpintería el señor Florencio, y una casa de mampostería con rejas de hierro, contigua a la muralla, en donde quedaba la llamada Gota de Leche, un dispensario para madres pobres.-

Esas calles tienen también para mí el recuerdo de las primeras cosas. Viviendo en ellas conocí el cine. Recuerdo que mi mamá me llevó a ver en los cines Almirante Padilla y Rialto, entre otras, las películas Genoveva de Brabante, Besos brujos con Libertad Lamarque, Un día con el diablo con Cantinflas y ¡Ay Jalisco no te rajes! con Jorge Negrete. Y que me llevó a ver el primer partido de béisbol de primera categoría, deporte al cual era aficionado desde pequeño y que escuchaba por la radio, afición que llegaba a los extremos de poner a San Antonio de cabeza para que me hiciera el milagro del triunfo de mi equipo. Recuerdo que se celebraba la Novena Serie Mundial de pelota y mi tío Luis le dijo a mi mamá que me llevara, que ese día jugaba Colombia con Puerto Rico. Mi mamá me subió a un bus de Popa y me llevó al estadio Once de Noviembre recientemente construido, que estaba de “bote en bote”, y ya adentro, sentados en las gradas de sombra, empecé a sentir el temor de verme en medio de una multitud que no conocía y que le gritaba a los jugadores palabras que no entendía. Hoy no sé qué fue, si un hit impulsador de algún pelotero colombiano, de “Chita” Miranda por ejemplo, o el tercer strike de “Petaca” Rodríguez a un bateador puertorriqueño con las bases llenas, pero lo cierto fue que ese monstruo de mil cabezas se levantó de sus asientos y produjo una algarabía monumental que me hizo estallar en pánico y en llanto, y a mi madre no le quedó otra alternativa, recomendada por los espectadores vecinos, que sacarme del estadio y llevarme a casa.

La playa del Arsenal fue también testigo de mi primera herida. Jugábamos a los piratas y por tratar de imitar al espadachín Errol Flyn –uno de mis héroes del celuloide-- pisé mal y me fui de bruces sobre uno de los maderos de la armazón de una lancha y el filo de una de sus aristas me abrió una herida de tres puntos en la ceja derecha cuya cicatriz todavía conservo. A mi madre casi le da un patatús cuando me vio la cara bañada en sangre y desde ese día me quedó terminantemente prohibido subirme a las lanchas en construcción, a jugar a los filibusteros del Caribe con “los negritos” de la plaza del Pozo del barrio Getsemaní.

También fue esa calle el escenario de mi primer trabajo remunerado. En una casa vecina había una fábrica artesanal de helados que usaba las célebres maquinitas de madera y aluminio en forma de tanque y yo me apunté a la lista de operarios que le daban vuelta a la manivela hasta que el hielo y la sal congelaban la leche con sabores. Me ganaba por ese ejercicio de las mañanas de domingo, una jarra de helado que compartía con mis primos.

Y finalmente, el balcón principal de la citada casa fue el escenario de mi primer arrebato amoroso, una tarde en la que una niña hermosa me saludó con un abrazo tierno y sentí la fragancia de espliego que despedía su cuello y la tersura y tibieza de su piel de durazno. La agraciada, que nunca supo del sentimiento que despertó con ese abrazo, era una prima pecosa y rubia que nos visitaba los domingos y que vivía en el barrio Manga, en una calle que quedaba justo detrás del “right field” del ya clausurado y enmalezado estadio La Cabaña, por donde el pelotero Andrés “Fantasma” Cavadía, que bateaba a la zurda, metió la pelota de jonrón en muchas ocasiones.

martes, 1 de septiembre de 2009

Nota inicial

Los invito a leer mis cuentos, poemas, artículos y fragmentos de novelas de mi autoría en este blogg que he creado como ejercicio en un taller sobre el maneejo del Internet Explorer al cual asistí.

Antonio Mora Vélez.