lunes, 22 de mayo de 2017

EL CONCIERTO DE RAÚL

En memoria
de Raúl Gómez Jattin y Emiliano Callejas Cantillo.

Emiliano y yo bebíamos un par de cervezas en la heladería y panadería Bon Bini del centro de la ciudad y hablábamos de literatura. Emiliano, poeta clásico, me decía que la poesía de Neruda dedicada al amor y a la mujer era la mejor, la trascendente, la que dejaba semillas en el alma. Yo reivindicaba el mensaje del Canto General y el valor de las Odas Elementales, en especial de las odas al aire, al vino y al pan.
Unos años antes Emiliano había publicado en la revista del grupo un soneto dedicado al béisbol y a los peloteros que ganaron la Serie Mundial del 49, titulado “No hay con quién”, y yo le decía que ese tipo de poesía me gustaba porque era un testimonio de admiración por las gestas del pasado y un nuevo aire para continuar en la brega de recomponer el presente.
Eran las cuatro de la tarde de un sábado monteriano de 1984 y una brisa serpenteaba por la callejuela en forma de ele que dejaban los tres edificios Garcés entre sus moles, con sus tres salidas, una –la de Pollos Chandys- hacia la calle 32, otra –la de la heladería- hacia la carrera segunda y una tercera, más estrecha, que daba hacia la pizzería de la avenida primera.
Al mirar hacia la carrera segunda vimos venir a Raúl, el poeta loco, sucio, barbado, descalzo, agitando sus manazas como si quisiera abofetear al mundo, y con la ya definida intención en su mirada de sentarse a nuestra mesa. 
-¡Mierda! –dije yo. Ese loco nos va a dañar la tarde.
-No te preocupes –me dijo Emiliano-. Él se las lleva bien conmigo.
-Pero conmigo no –le respondí--. Resulta que yo soy el paga platos de las actitudes sectarias de José Luís.
Raúl llegó, no me miró, dijo buenas tardes a Emiliano, se sentó en una de las sillas desocupadas, dándome la espalda, y le preguntó a mi compañero de mesa:
-Médico: ¿Qué es lo que se creen esos tipos de la Casa de la Cultura?
-¿Cómo así? –le dijo Emiliano, haciéndose el que no sabía nada-. ¿Es que te han hecho algo?
-¡Pues claro, su director me ha negado el espacio para un recital y he tenido que recurrir a la presidenta de la junta para conseguirlo! ¡Como si yo fuera un poeta cualquiera, médico! 
-Bueno pero ya vas a hacer el recital, y eso es lo que importa. 
-Sí, pero me molesta que unos cuenteros – ¡porque ninguno de ellos es poeta!—me ofendan de esa manera...
A propósito...—le interrumpió Emiliano y le hizo señas para que reparara en mi presencia temerosa, a pocos centímetros de su intimidante brazo izquierdo puesto sobre la mesa.
-¿Y quién es él? No lo conozco—contestó con una cómica y mal fingida indiferencia. Dirigió entonces su mirada alucinada hacia una de las vitrinas llenas de pan de la panadería y aspiró con fruición el olor fresco del pan que salía del horno.
Emiliano se desconcertó porque pensó que Raúl –noble como su poesía-- iría a reconsiderar su actitud de rechazo y desconocimiento hacia mí, y me iría, al menos, a reclamar mi colaboración para su recital de la Casa de la Cultura. Pero no, intentó levantarse con la intención de coger un pan del mostrador. 
Yo aproveché ese instante para jugarme un temerario lance, corriendo el riesgo de que Raúl me tratara de abofetear, como lo intentó con José Luis, frente a la cafetería Tosca, unos minutos después de concluir el programa dominical que el grupo hacía por la Emisora Sinú, y que ese día habíamos dedicado al cuento Chengue, de Guillermo, que Lecturas Dominicales de El Tiempo había publicado la semana anterior. 
-Poeta –le dije, poniendo mi mano derecha sobre su hombro-. ¿Usted por qué me odia? ¿Usted no sabe que la primera persona en Colombia que saludó su poemario fui yo?
Raúl dudó un instante antes de proceder.
-¿Eso es cierto, Emiliano? –preguntó enseguida con voz bronca y una expresión mezcla de resentimiento y de curiosidad.
- Sí, poeta, yo leí el comentario de Antonio en su columna.
-¿Y qué dijo? -le preguntó en tono áspero y todavía sin mirarme.
-Dije que su poesía era refrescante, hermosa, novedosa, auténtica, sinuana, dramática, un nuevo hálito de libertad para la poesía acartonada de Colombia—le contesté.
Al poeta se le iluminó el rostro y una sonrisa apareció en su boca, como si una "legión de ángeles clandestinos" saliera por ella. Entonces volvió su cuerpo hacia mí. Me miró fijamente pero con picardía, como queriéndome decir: ¡Te asusté! Y me dijo:
--Tú eres diferente, Toño. Definitivamente, tú eres diferente. Y óyeme lo que te voy a decir –sus ojos se agrandaron, frunció los labios y adoptó su característica pose de primer actor--: Glitza es un excelente cuento, un hermoso cuento de amor que he leído varias veces...
Y soltó una carcajada celebrando el elogio mutuo, una carcajada teatral que nos abrió las puertas de su alma atormentada. Y a Emiliano le vino el alma al cuerpo –y a mí también-- y mandó otra tanda de cervezas y un pan francés grande para Raúl que éste se comió en un santiamén. Y yo pensé con satisfacción que en adelante no tendría que eludir la presencia medrosa del poeta en las calles, y que le había ganado una batalla a la incomprensión y a la insolidaridad. 
Esa noche –me falta agregar- el poeta con "corazón de mango del Sinú" nos obligó a escucharle un concierto de canciones de Juan Manuel Serrat, que se sabía todas de memoria; en calidad de anticipo del que cantaría unos días después en la Casa de la Cultura, a capela, descalzo, sucio, descamisado, a la luz de unas velas y con las puertas cerradas para que no entrara José Luís.

Sincelejo, 2005