EL CONCIERTO
DE RAÚL
En memoria
de Raúl Gómez Jattin
y Emiliano Callejas Cantillo.
Emiliano y yo bebíamos un par de cervezas en la heladería y panadería
Bon Bini del centro de la ciudad y hablábamos de literatura. Emiliano, poeta
clásico, me decía que la poesía de Neruda dedicada al amor y a la mujer era la
mejor, la trascendente, la que dejaba semillas en el alma. Yo reivindicaba el
mensaje del Canto General y el valor de las Odas Elementales, en especial de
las odas al aire, al vino y al pan.
Unos años antes Emiliano había publicado en la revista
del grupo un soneto dedicado al béisbol y a los peloteros que ganaron la Serie
Mundial del 49, titulado “No hay con quién”, y yo le decía que ese tipo de
poesía me gustaba porque era un testimonio de admiración por las gestas del
pasado y un nuevo aire para continuar en la brega de recomponer el presente.
Eran las cuatro de la tarde de un sábado monteriano de
1984 y una brisa serpenteaba por la callejuela en forma de ele que dejaban los
tres edificios Garcés entre sus moles, con sus tres salidas, una –la de Pollos
Chandys- hacia la calle 32, otra –la de la heladería- hacia la carrera segunda
y una tercera, más estrecha, que daba hacia la pizzería de la avenida primera.
Al mirar hacia la carrera segunda vimos venir a Raúl,
el poeta loco, sucio, barbado, descalzo, agitando sus manazas como si quisiera
abofetear al mundo, y con la ya definida intención en su mirada de sentarse a
nuestra mesa.
-¡Mierda! –dije yo. Ese loco nos va a dañar la tarde.
-No te preocupes –me dijo Emiliano-. Él se las lleva
bien conmigo.
-Pero conmigo no –le respondí--. Resulta que yo soy el
paga platos de las actitudes sectarias de José Luís.
Raúl llegó, no me miró, dijo buenas tardes a Emiliano,
se sentó en una de las sillas desocupadas, dándome la espalda, y le preguntó a
mi compañero de mesa:
-Médico: ¿Qué es lo que se creen esos tipos de la Casa
de la Cultura?
-¿Cómo así? –le dijo Emiliano, haciéndose el que no
sabía nada-. ¿Es que te han hecho algo?
-¡Pues claro, su director me ha negado el espacio para
un recital y he tenido que recurrir a la presidenta de la junta para
conseguirlo! ¡Como si yo fuera un poeta cualquiera, médico!
-Bueno pero ya vas a hacer el recital, y eso es lo que
importa.
-Sí, pero me molesta que unos cuenteros – ¡porque
ninguno de ellos es poeta!—me ofendan de esa manera...
A propósito...—le interrumpió Emiliano y le hizo señas
para que reparara en mi presencia temerosa, a pocos centímetros de su
intimidante brazo izquierdo puesto sobre la mesa.
-¿Y quién es él? No lo conozco—contestó con una cómica
y mal fingida indiferencia. Dirigió entonces su mirada alucinada hacia una de
las vitrinas llenas de pan de la panadería y aspiró con fruición el olor fresco
del pan que salía del horno.
Emiliano se desconcertó porque pensó que Raúl –noble
como su poesía-- iría a reconsiderar su actitud de rechazo y desconocimiento
hacia mí, y me iría, al menos, a reclamar mi colaboración para su recital de la
Casa de la Cultura. Pero no, intentó levantarse con la intención de coger un
pan del mostrador.
Yo aproveché ese instante para jugarme un temerario
lance, corriendo el riesgo de que Raúl me tratara de abofetear, como lo intentó
con José Luis, frente a la cafetería Tosca, unos minutos después de concluir el
programa dominical que el grupo hacía por la Emisora Sinú, y que ese día
habíamos dedicado al cuento Chengue, de Guillermo, que Lecturas Dominicales de
El Tiempo había publicado la semana anterior.
-Poeta –le dije, poniendo mi mano derecha sobre su
hombro-. ¿Usted por qué me odia? ¿Usted no sabe que la primera persona en
Colombia que saludó su poemario fui yo?
Raúl dudó un instante antes de proceder.
-¿Eso es cierto, Emiliano? –preguntó enseguida con voz
bronca y una expresión mezcla de resentimiento y de curiosidad.
- Sí, poeta, yo leí el comentario de Antonio en su
columna.
-¿Y qué dijo? -le preguntó en tono áspero y todavía
sin mirarme.
-Dije que su poesía era refrescante, hermosa,
novedosa, auténtica, sinuana, dramática, un nuevo hálito de libertad para la
poesía acartonada de Colombia—le contesté.
Al poeta se le iluminó el rostro y una sonrisa
apareció en su boca, como si una "legión de ángeles clandestinos" saliera
por ella. Entonces volvió su cuerpo hacia mí. Me miró fijamente pero con
picardía, como queriéndome decir: ¡Te asusté! Y me dijo:
--Tú eres diferente, Toño. Definitivamente, tú eres
diferente. Y óyeme lo que te voy a decir –sus ojos se agrandaron, frunció los
labios y adoptó su característica pose de primer actor--: Glitza es un
excelente cuento, un hermoso cuento de amor que he leído varias veces...
Y soltó una carcajada celebrando el elogio mutuo, una
carcajada teatral que nos abrió las puertas de su alma atormentada. Y a
Emiliano le vino el alma al cuerpo –y a mí también-- y mandó otra tanda de
cervezas y un pan francés grande para Raúl que éste se comió en un santiamén. Y
yo pensé con satisfacción que en adelante no tendría que eludir la presencia
medrosa del poeta en las calles, y que le había ganado una batalla a la
incomprensión y a la insolidaridad.
Esa noche –me falta agregar- el poeta con
"corazón de mango del Sinú" nos obligó a escucharle un concierto de
canciones de Juan Manuel Serrat, que se sabía todas de memoria; en calidad de
anticipo del que cantaría unos días después en la Casa de la Cultura, a capela,
descalzo, sucio, descamisado, a la luz de unas velas y con las puertas cerradas
para que no entrara José Luís.
Sincelejo, 2005