viernes, 5 de febrero de 2010

¡PUM!

Belarmino me dijo que a él le sucedía siempre. Creía que saber escribir era simplemente saber ubicar una palabra detrás de la otra y poder agregarle a cada frase así conseguida un adjetivo original o un complemento de adorno, en fin, hacer crecer el texto como si quisiéramos convertirlo en una selva exuberante enmarañada de bejucos y de plantas colgantes y de malezas, pero no para impedir el paso del lector --¡todo lo contrario!—para darle consistencia al escrito y deslumbrarlo. ¡Que se sepa que lo escribió un escritor!.

A Belarmino le gustaba leer a los clásicos porque, según él, no sacrificaban detalle. La vida es todo, lo sustancial y lo accidental, y todo debe quedar reflejado en la obra literaria. Apuntar a la esencia y quedarse en ella es sacrificar parte del contenido, decía.

En cambio Benjamín era amigo de la brevedad, de la concisión. Sostenía que para decir rosa bastaba con escribir rosa y nada más. No había porqué hacer mención de la espina o de la fragancia, eso que se lo imagine el lector. ¿Acaso los escritores tenemos que darle todo masticado al lector?. ¡No faltaba más! A la gente –afirmaba—hay que obligarla a pensar, a descifrar la urdimbre por muy abstrusa que fuere.

Belarmino y Benjamín escribían cada uno, por esa época, un texto con los marcos de referencia anteriores. Yo les seguía de cerca el experimento, convencido de que ambos producirían, cada uno en su estilo, una buena obra en prosa. Eso ocurrió a finales de la década del cincuenta, lo recuerdo bien. Yo todavía permanecía en el cascarón en asuntos de creación literaria, era un buen lector y nada más.

Belarmino examinaba cada frase y cada palabra para ver que nueva agregación hacía. Había escrito: “En la encumbrada cima del mundo se encontraba el secreto de la inmortalidad”. Y dijo: “Aquí cabe agregar: En la encumbrada y majestuosa cima del mundo, en el lugar de residencia de los dioses. Metido dentro un cofre, se encontraba el secreto de la inmortalidad”. Pero no se satisfizo con la ampliación. Pensó enseguida. “Hay que explicar qué dioses. Cómo era el cofre y en qué consistía el secreto de la inmortalidad”. Y se dispuso a hacerlo.

Benjamín, por su parte, trabajaba su texto sobre la muerte del dictador. Había escrito: “Frente a frente, el heroico combatiente disparó sobre la soberbia del tirano y lo dejó tendido en medio de un charco de sangre”. Ese era el final del cuento. Pero como estaba decidido a narrar toda la historia con el menor número posible de palabras, procedió a quitar el “frente a frente”, la “soberbia” y “el charco”. Aún así no quedó contento.

Pasaron los años. Yo perdí de vista a los amigos porque mi familia se trasladó a esta ciudad de las golondrinas, y no supe el desarrollo del interesante experimento narrativo. Del final me enteré por intermedio de un artículo aparecido en un suplemento dominical. Supe entonces que Belarmino murió sin terminar de rellenar su obra cuando ya iba por el tomo veinticinco de la misma y que Benjamín convirtió su narración de la muerte del dictador en un monosílabo calificado por la crítica como modelo de síntesis conceptual.: ¡Pum! Se limitó a escribir debajo del título del cuento.

1978.