PLANETA CONDENADO
La cercanía del fuego de tu estrella
no te arredra
Porque tienes el valor de tu substancia
Sabes que terminarás abrasado
Y convertido en espectro de colores vivos
Pero luchas y lanzas al viento fotones
Deslumbrantes que encienden la protesta
Que llevan el mensaje de tu suerte a
Otros planetas
Con la esperanza de que rescaten
Algunas llamaradas de tu angustia
Y escriban la epopeya de tus últimos días
y el epitafio de tu muerte.
Antonio Mora Vélez,
Montería, Colombia, 2013.
sábado, 14 de diciembre de 2013
viernes, 8 de noviembre de 2013
TESIS DE GRADO
Por
Antonio Mora Vélez
La vieja Torre del Reloj conserva aún su
altivez de reliquia consentida. El amplio Camellón de Los Mártires está plenamente
cubierto de polvo añejo que apenas si se levanta con la suave brisa marina que
se filtra por entre las ruinas de los alrededores. Los bustos de los héroes que
murieron durante la gesta de la independencia han perdido la plenitud de sus
formas, esquirlas de tiempo les han corroído
las siluetas, convirtiéndolos en masas de apariencia surrealista, mudos
testigos de un pasado inexplicable pero vital.
Desde lo alto de una pequeña colina, un
joven astronauta filma el panorama. La cámara que acciona enfoca la orilla
mediata del mar sobre un par de islas y capta las figuras escuetas de los
viejos edificios, todos cubiertos de verdín y de malezas y sin la belleza
arquitectónica de los tiempos en que los hombres transitaban por sus lados y
entraban a sus locales y aposentos con seguridad.
El joven astronauta rota un pequeño botón de
su aparato rastreador del tiempo. Primero observa una calle larga atiborrada de
gentes que se mueven raudas, con ansias y paquetes debajo de los brazos. Luego
la interminable secuencia de los buses que recorren la ciudad de un extremo a
otro. Y por la noche la algarabía de los fanáticos en un estadio de pelota,
celebrando la jugada del infielder que cubre la tercera base. O los espectadores en un cinema entregados a
las caricias del amor, confeccionando como artesanos del oro la hermosa
filigrana de la supervivencia.
Pero al joven la interesa más el mar y lo
contempla solo y melancólico, abandonando su orgullo sobre la arenilla de las
costas solitarias. Y lo mira en la pantalla
del pasado, acompañado de sol y de radiantes mujeres al natural, brindándole al
hombre no solo proteínas sino ilusiones. Y lo sigue en su aerogiro, siguiendo
la ruta de las costas hacia el sur, hacia la desembocadura del río lleno de
vida que hizo exclamar al Inca: “Pobrecito del Perú si se descubre el Sinú” y
que ahora lucha por sobrevivir entre las arenas de un desierto en formación. Y
más hacia el sur, hacia la vieja ciudad de sus ancestros y contempla de ella la
famosa avenida primera, de la que solo quedaban pedazos de concreto sumergidos,
apenas visibles en los estratos abiertos por la última creciente del río.
Con la emoción de quien encuentra parte de
su origen, el joven, que ya ha descendido de su aerogiro, digita en la tabla de
su aparato de rastreo del pasado y contempla extasiado un fandango frente a la
vieja bonga de la calle 30 y a María Varilla danzando hasta el cansancio al
compás de un enervante porro pelayero. Y en la terraza de una casa-quinta,
sentados alrededor de una mesa, tomando té helado con limón, a los jóvenes del
grupo literario que hizo historia con sus obras. A Leopoldo, a Gustavo, a Nelson,
a Soad, a José Luis y a su tatarabuelo soñador de mundos diferentes.
Eran los tiempos de la civilización
terrestre en pleno desarrollo. El aire puro de las montañas derramaba generoso
su aliento de vida sobre todos los seres. Todavía la asfixia por la escasez de
oxígeno no había aparecido en el horizonte como la nube negra de presagios
siniestros que sería más tarde. La fragancia de las flores y la caricia de la
brisa vespertina no se habían convertido en nostalgia. La Tierra era vital,
plena y hermosa.
El joven investigador recordó entonces la
vez que su abuelo le contó la historia del gran viaje que el creyó, por niño,
un hermoso cuento de aventuras producto de la imaginación senil del narrador.
Le dijo entonces: “Fueron como mil naves con cien hombres cada una escogidos
entre los mejores para impedir que la llama de la vida inteligente se apagara
en esta parte del cosmos. Las naves partieron un primero de mayo del año 2.124.
Dos meses después comenzaron los trabajos en la inhóspita geografía venusina
para tratar de reproducir el ambiente añorado de La Tierra, para convertir
desiertos en bosques y abrirle cauces a las corrientes de agua”.
Hoy, para rescatar ese fragmento de su
historia y lograr ensamblar el recorrido de su raza, desde los primeros
inmigrantes de Tau Ceti que llegaron a La Tierra y se desposaron con las hijas
de los hombres del planeta, hasta la etapa actual de su asentamiento en Marte
recobrado. Y para evitar que el olvido sepulte los rastros del ancestro, el
joven de la cámara toma las vistas de la región. Lo golpea la nostalgia del
terruño, saber que en todos esos lugares desolados, amaron y sufrieron, vivieron
y murieron, sus antepasados.
Habla ahora en voz alta con la intención de
grabar sus palabras en la cámara del tiempo.
“En La Tierra no todo fue erróneo, absurdo y
maléfico, también hubo naturaleza pródiga, amor y plenitud de ser. Si bien
existieron estadistas que le rindieron culto al fuego de las armas en contra de
la vida, también existieron poetas que le cantaron a las plantas y a la risa,
al mar y al optimismo, al amor y a la solidaridad. Después de contemplar todo
esto, estoy más convencido de la necesidad de revivir ese pasado en nuestras
imágenes para aprender de sus experiencias. La vida no es una novela rosa, está
hecha de rocío y de sudor, de estiércol y de pan, de cicatrices y de sueños.
Los jóvenes antropólogos de Marte debemos fijar nuestros ojos en La Tierra. No
podemos permitirnos el tremendo olvido de la amarga experiencia de La Atlántida
que padecieron los terrícolas durante tanto tiempo. La gran odisea de las mil
naves tiene que ser desmitificada y significar para nosotros algo más que una
aventura de la especie humana en busca de nuevos horizontes”.
El joven astronauta guarda el pequeño
micrófono en su faltriquera y deposita la cámara en el estuche integrado de su
vestido espacial. Ahora desciende
lentamente sobre una sabana, frente a un golfo, en la que empieza a reverdecer
la vida. Se posa sobre el césped de las ruinas de un antiguo parque, aspira el
nuevo oxígeno de La Tierra y se queda mirando las nubes rojizas que tachonan el
cielo, pensando en la aprobación de su tesis de grado.
En Marte –entretanto- viven y festejan el
sesquicentenario de la nueva morada.
1.982.
domingo, 3 de noviembre de 2013
LINA ES EL NOMBRE DEL AZAR (cuento)
Por Antonio Mora Vélez.
La leyenda de Lina Farah, queridos discípulos, se remonta a los años
finales de la primera centuria del tercer milenio, justamente por los tiempos
en que las llamadas grandes potencias de entonces firmaban el acuerdo de
destrucción total de las armas biológicas y la epidemia del Némesis cobraba más
de doscientos millones de vidas en todo el orbe.
Lina trabajaba como reportera en un diario vespertino de Bogotá y en las
horas de la noche cursaba estudios de física en la Universidad Nacional. Era
joven y hermosa. Una estudiante alegre y amiga de las cosas nuevas. Nada hacía
pensar que se convertiría, poco después, en una celebridad por sus poderes
paranormales. Como es dable suponer, hubo una primera manifestación de tales
poderes de la que casi nadie se percató en su momento, salvo Lina, como es
apenas natural. Ocurrió cuando ella cubría la información de la expedición
Sayonara comandada por el piloto cosmonauta Yoshiro Takeba. Minutos antes de
que sucediera el terrible accidente, Lina dejó escapar un grito desgarrador que
los presentes pensaron era causado por el aspecto terrorífico del robot que
prestaba el servicio de refrigerio en el cosmódromo de Wakkanai. Todos
sonrieron y algunos rieron sin tapujos. Lina no. Ella quedó como paralizada,
con la mirada fija en el cielo nipón. Y no tuvo que esperar mucho en esa
actitud. A los pocos minutos la nave de Takeba se declaraba en emergencia y
casi enseguida se convertía en una larga estela de fuego que se consumía en las
aguas del mar de Ojotsk, ante la mirada atónita de millones de televidentes y
el desespero de los científicos y técnicos de la Dirección Espacial del Sol
Naciente.
Esa fue la primera señal conocida de lo que sería, con el correr del
tiempo, el inusitado poder de Lina. Por esa época la telepatía había alcanzado
grandes progresos y los neurofisiólogos continuaban trabajando con la hipótesis
de la propagación de las ondas síquicas a través del espacio, movidos por la
necesidad de encontrar medios de comunicación para el rescate de personas
atrapadas o incomunicadas por derrumbes causados por los movimientos telúricos.
Lina culminó sus estudios de física y se casó con un joven investigador del
subconsciente, a quien conoció durante las sesiones de sicoanálisis que su
médico le había recomendado para que se acostumbrara a sus espontáneas
revelaciones del pasado que tanto le perturbaban. Fijó su residencia en
Montería, en cuya universidad logró vincularse como profesora. Durante algunos
meses llevó una vida normal, sin los sobresaltos de esos trances que le hacían
devolver en su conciencia las manecillas de la historia.
Un día de campo de diciembre en las
hermosas praderas del Alto Sinú, Lina volvió a experimentar sus facultades de
clarividente. Estaba recostada en un frondoso camajón en compañía de su hija
cuando vio, del mismo modo que a Takeba en llamas, la imagen de una princesa
zenú que corría tras un aborigen esbelto. Y vio también que la princesa se
acostaba después en un espacio abierto sobre una inmensa piedra con forma de
huevo y le hablaba a su acompañante de las titilantes luces del alba, allende
el océano, que a su padre, el viejo cacique de la tribu, le habían parecido
señales de mal agüero. Lina abrió los ojos y miró a su hija. La tomó entre sus
brazos y llamó a su esposo, quien se encontraba cerca. Este le dijo, luego de
escucharle el relato:
—Es un sueño. Un simple afloramiento de
historias mezcladas...¡sosiégate!
Pero Lina sabía que no era así. La escena había ocurrido en ese mismo
lugar, siglos atrás, y ella la había visto en todos sus detalles: el color de
la tierra, el vestido de oro de la princesa, la comba del río a esa altura de
su recorrido y sobre todo, el camajón frondoso de ese momento, que ya lo era en
la época de la visión.
Después de ese trance, Lina viajó más a menudo por los caminos perdidos de
la historia y cambió el modo de parecer a su marido. A instancia de los
investigadores de la protohistoria viajó con su mente prodigiosa por el pasado
remoto y descubrió que el templo de la ciudad de Dweenah, en las estribaciones
meridionales del Himalaya, era una cosmonave petrificada y que los Dzopas, sus
pequeños y casi translúcidos moradores, eran en verdad descendientes del cielo.
Descubrió que las pirámides de Egipto fueron enclaves de una expedición
extragaláctica que visitó la Tierra por los comienzos del neolítico y que los
dogones del Africa no mintieron cuando dijeron a los antropólogos que ellos
venían de Sirio y que ésta era una estrella doble con dos planetas habitados.
Hubo dudas respecto de la seriedad de las visiones de Lina. No faltaron
quienes dijeran que se trataba de un montaje encaminado a reforzar las tesis de
los partidarios de la historia fantástica. Por esto, los más destacados
parapsicólogos de Ucrania se interesaron por ella. Sobra que les cuente que la
invitaron al célebre centro de investigaciones paranormales de Kiev y que allí
la sometieron a un delicado proceso de escarbamiento mental que tenía el
objetivo de definir la fuente de sus asombrosos poderes síquicos.
Una mañana gélida de invierno, Lina fue sometida a la prueba definitiva con
el S-Gadyvatel-10, máquina compleja de interpretación de los sueños que
sumergía a los pacientes en las insondables aguas del pasado pero de un modo
inducido, al margen de sus facultades. Se trataba de probar que las capacidades
mentales de Lina tenían raíces orgánicas y que no había nada de sobrenatural en
ellas. Lina parecía dormir y todos los científicos del Centro se mantenían en
estado de alerta, pendientes de la pantalla del S-Gadyvatel en la que
aparecerían las escenas del sueño.
El momento anhelado llegó pronto. La pantalla se iluminó y aparecieron en
ella un extraño ser peludo que llegaba a la cima de una montaña con un ciervo a
cuesta y una mujer prehistórica acompañada de dos críos que corrían a
recibirlo. Los pequeños danzan alegremente alrededor del animal muerto dejado
por el cazador encima de una roca. La mujer exclama unos fonemas
incomprensibles, al parecer en alabanza al hombre por la proeza realizada. El
ser peludo mira hacia el cielo y exclama: ¡Atlán! –las demás frases son
intraducibles–. La mujer lo imita y de ese modo se confunden en el rito de la
gratitud. Momentos después se concentran en el animal, lo descuartizan, lo asan
y sacian el hambre.
El S-Gadyvatel hizo una pausa mientras las imágenes se perdían en un
centenar de rayas horizontales. Todos creyeron que allí terminaba la sesión,
pero no fue así.
—Los seres de la montaña atraviesan la pradera de los cactus y llegan al
río que baña sus barbechos. En la pantalla aparece por vez primera el arado y
el amarillo del maíz sembrado. Pero ya no son cuatro sino centenares y no le
rezan a Atlán sino a Quetzalcoátl —dice la voz que explica las imágenes. Los
investigadores de Kiev no se asombraron. Tampoco quedaron convencidos del todo
porque nada de lo mostrado por el aparato era nuevo. Para una mujer culta era
relativamente fácil soñar con esos datos del pasado y agregarle la fantasía
implícita en todo ejercicio onírico.
Después
de ese experimento, Lina regresó a Sudamérica y se incorporó como docente en la
Universidad de Córdoba. Aún sin develar el misterio, Lina encontraba, y cada
vez con mayor frecuencia, la explicación de muchos secretos de la antigüedad.
Por su memoria prodigiosa desfilaron los dioses de la mitología sumeria tal y
como fueron presentados por Beroso; las ruinas de Bimini sobre la superficie
costera de la Atlántida; el observatorio astronómico de Stonehenge; las
esculturas de Pascua dedicadas a perpetuar la presencia de los expedicionarios
de Tau Ceti; el tridente dejado accidentalmente por el comandante de la citada
expedición en la bahía de Paracas; los mapas Aero fotográficos de Piri Reiss
que mostraban la Antártida sin hielos, y muchas otras huellas de esa edad
presuntamente primitiva no suficientemente investigada y todavía envuelta en
las brumas de la especulación.
Una tarde de campo en las cuevas de Palmira, cerca de Tierralta, Lina quiso
contemplar los pictogramas encontrados en ellas por los arqueólogos de la
universidad. Durante mucho tiempo se creyó que estas cuevas ocupadas por
murciélagos tenían como único atractivo las estalactitas de su bóveda oscura.
Por eso Lina se interesó en las paredes de las citadas cuevas...
—¡Lo tengo! —dijo después de contemplar un centenar de dibujos curiosamente
parecidos a los de los indios Hopi del occidente norteamericano. Su marido,
quien estaba a su lado, pensó que se trataba del desciframiento de los
pictogramas y pensó en Lina informando a la comunidad científica que los mayas
habían llegado hasta Momil en el Sinú y que desde allí se habían dispersado por
toda la geografía suramericana. Pero no. No era eso lo que quería decir Lina,
quien por esta vez no entró en trance alguno. Su certeza provenía, al parecer,
de un simple golpe de lucidez, de una de esas raras percepciones repentinas que
muestran en un instante todo un resultado buscado por años, como si hubiera
estado allí en el cerebro pero separado por piezas. Lina le dijo a su marido,
todavía con el jadeo de la excitación, que su caso tenía una interpretación que
rebasaba los horizontes de las ciencias contemporáneas, y que había llegado a
ella después de analizar las extrañas figuras, una de las cuales semejaba la
estructura de un fósil molecular. Sostuvo entonces que en su cerebro, por la
acción de algún neurotransmisor arcaico, se producía la sintonización del
pasado. Dijo también que sus adenones nerviosos podían haber repetido al azar
toda la arquitectura molecular del sistema cortical de algún científico del
siglo XX, lo cual originaba el efecto de captación de los episodios remotos, a
la manera de un receptor de frecuencia orgánica.
Como les
dije al inicio de la clase, Lina Farah vivió a finales del primer siglo del
tercer milenio y es hoy una hermosa leyenda conservada por nuestros archivadores
Omega. Todavía no se descubre la forma de repetir, aminoácido por
aminoácido, el edificio natural del ser vivo; ni tampoco la utilización de las
moléculas fósiles en el estímulo de la memoria histórica de la especie. Pero
las leyendas estimulan no solo las fantasías sino las ciencias. ¿Quién puede
decir que en el futuro no podamos descubrir los verdaderos orígenes de la razón
en La Tierra con métodos semejantes?
1987
martes, 25 de junio de 2013
FRAGMENTO DE MI NOVELA AUTOBIOGRÁFICA.
6
En esa casa del tío-abuelo vi –cuando apenas
empezaba a tener conciencia de la vida- la turba de hombres y mujeres del
pueblo que se dirigían armados de palos y machetes hacia el Paseo de Los
Mártires para vengar la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Me contó
Luz Elena, mi madre, que ese día escuchó a un señor de apellido Blanco arengar
desde la esquina por un altavoz a las montoneras para que no dejaran intacta
ninguna tienda o negocio de la oligarquía y que empezó a temer por la tienda y
por la piladora de maíz del tío-abuelo Luis Vega.
Y que aparte de que a los gaitanistas de Cartagena: a Jorge Artel, a
Braulio Henao Blanco y a Ramón León y B, los pusieron presos en la Base Naval,
que luego de ser liberados, el primero se tuvo que ir al exilio para salvar su
vida y que al segundo lo mató días después un policía de apellido Quiroz y que
una turba conservadora destruyó los estudios de la emisora en donde se
transmitía el radio periódico Síntesis, de Víctor Nieto, señalado como afín al
líder inmolado, aparte de eso no pasó nada en la ciudad ni tuvimos que lamentar
tragedia alguna en la familia. Tal vez lo único que enturbió la tranquilidad
solariega de los Vega fue la agresión verbal primero, y con un cuchillo después,
de la señora Rosa Baldiris a mi tío Agustín, en respuesta a las palabras de
éste dichas con infinito desprecio: “A ese negro había que matarlo porque si no
perdíamos el poder”; agresión que obligó
a mi tío a echarla de su casa. Muchos lustros después, siendo estudiante de
Derecho en la Universidad de Cartagena, me enteraría que la pobre señora Baldiris se encontraba muerta en la morgue del
Hospital Santa Clara a la espera de un
familiar o conocido que la reclamara, familiar que nunca llegó; y no pude menos
que lamentar, no obstante la enemistad de ella con mi madre, ese doloroso fin
de una mujer del pueblo que vivió arrimada en la casa de mi tío Agustín, bajo la
protección de su amiga Angustia, y que defendió unas ideas que yo no entendía a
esa edad pero que con el correr del tiempo sabría valorar en su justa dimensión,
cuando comprendí con mi experiencia
lectora y mi militancia juvenil revolucionaria, que Gaitán no era marxista ni simpatizante del comunismo.
Pero que sí era un político reformista, un liberal de tendencias
socialdemócratas, honestamente comprometido con las ilusiones de redención
social de un pueblo que padecía los horrores de la explotación y de la guerra.
Su ideario así lo decía claramente. Él
pensaba en repartir mejor la riqueza nacional para permitirles a los
pobres tener su parte y tenerlos en
cuenta también a la hora de las grandes decisiones del Estado. Nunca propuso la
abolición de la propiedad privada ni la dictadura de una clase o de un partido.
Abogó por la “restauración moral de la República” en contra de “los mismos con
las mismas”, los oligarcas de ambos partidos que empezaban a manchar la
dignidad de Colombia con actos de corrupción y violencia, y llamó a la unidad
del pueblo diciéndole que “el hambre no era liberal ni conservadora”. Aspiraba
a forjar un partido liberal con ideas de transformación social encaminadas a
poner a Colombia a tono con los cambios que se habían producido en el capitalismo
de Europa, los cuales condujeron a varios de sus países a los niveles de
desarrollo y justicia social que hoy tienen. A nada más aspiraba el caudillo.
De haberlo logrado como presidente hubiera reducido la miseria, las
desigualdades, la corrupción, la intolerancia política y hubiera iniciado el
proceso de construcción de un país con justicia social, más democracia y sin
violencia. Y tal vez hoy no tuviéramos un 80% de colombianos en la pobreza y no
hubiéramos tenido guerrillas, ni parapolítica ni paramilitarismo. Y entendí
también, gracias a mis lecturas, que no fue asesinado sólo por Roa Sierra ni
por el comunismo internacional, sindicado por el presidente Ospina Pérez y la
prensa conservadora de entonces para desviar la atención. Fue asesinado por
quienes temían un ascenso del pueblo al poder de la mano suya y del partido
liberal del cual se había apoderado con su verbo y su carisma. Y por la CIA,
interesada en crear las condiciones para que en la conferencia Panamericana que
se realizaba en Bogotá se aprobara la declaración anticomunista que proponía el
delegado de los EEUU y que no contaba con el apoyo mayoritario de los
asistentes antes del magnicidio y que finalmente se aprobó.
Hoy, señor escritor y
perdóneme este paréntesis político en mi narración, a seis décadas del crimen,
todavía las autoridades judiciales no han encontrado a los autores
intelectuales que muchos intuyen y algunos textos de historia han señalado, pero
seguimos pagando sus consecuencias. Tal y como Gaitán mismo lo vaticinó:
transcurrirían 50 años de violencia si las oligarquías lo asesinaban. Y han transcurrido
muchos más. Producto de la tozudez de la oligarquía que lo mandó a matar y de
la que posteriormente ordeno la invasión aerotransportada de dieciséis mil
hombres a Marquetalia, es esta etapa de violencia que no termina. Y le cuento algo
más que el país no conoce, para que conste en la historia por si los historiadores
no lo cuentan: Como consecuencia del asesinato del caudillo, uno de sus
seguidores, el campesino liberal Pedro Antonio Marín, decidió enmontarse para
luchar en contra de las dictaduras conservadoras y militar que se instalaron
con violencia los años siguientes para impedir que el pueblo gaitanista vengara
con la toma del poder la muerte del caudillo. Pero no todas las guerrillas de
esos tiempos eran liberales, también las hubo con mandos comunistas. Pedro
Antonio Marín se relacionó con una de ellas y terminó aceptando su estrategia y
su política. Y organizó un caserío con sus hombres desmovilizados una vez finalizada
la guerra y allí comenzó a descuajar
montes y a trabajar la tierra, a criar animales, luego de esconder las armas en
la espesura de la montaña por si era necesario volver a empuñarlas. Como en efecto sucedió. El
gobierno de los terratenientes, de los industriales y de los banqueros no podía
tolerar que en un caserío colombiano mandara un comunista y decretaron,
instigados por el partido conservador, el exterminio de ese pueblo y de sus
gentes con un bombardeo que apenas mató los cerdos, las vacas, las gallinas y
los asnos que los campesinos tenían en sus casas y parcelas. Si en lugar de
enviarles al coronel Matallana con su ejército, le llevan a los guerrilleros
convertidos en agricultores: la escuela, le construyen el carreteable, el
puesto de salud y aceptan que el inspector de policía fuera uno de ellos y no
un “godo” arbitrario y asesino, al cual hubieran tenido que matar, hoy Marquetalia
fuera un próspero municipio, Pedro Antonio Marín fuera el alcalde más viejo del
mundo y las FARC no hubieran existido.
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