miércoles, 2 de septiembre de 2009

MÁS BONITA QUE GEORGINA


A la hora en que el sol se metía en el horizonte del mar, el niño se sentaba en un banquito, todos los domingos, a mirar hacia el balcón de enfrente. En el segundo piso de esa casona colonial de la calle Larga, vivía una quinceañera de origen chino de apellido Wong y el niño, a pesar de su corta edad, estaba enamorado de ella. Como no conocía aún canciones de amor, le cantaba un porro que narraba las tristezas del dueño por la muerte de su gallo tuerto. Al final de la interpretación, que acompañaba con el ritmo de un tamborcito de cuero que le había regalado el niño Dios, el Romeo de la calle de Las Palmas le decía a su Julieta:

--Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito.

Y la jovencita se asomaba sonriente y le tiraba también besos al niño –que no cabía en su cuerpecito de la felicidad-- y los vecinos, quienes seguían de cerca la tierna escena, festejaban esos momentos de amor con palmas, sonrisas y una que otra lágrima furtiva.

Georgina –no sobra decirlo— se hizo amiga de la mamá y de los tíos del niño y lo visitaba todos los días cuando regresaba del colegio. En esos encuentros vespertinos la hermosa colegiala de ojos rasgados le llevaba paragüitas de caramelo al niño y respondía sonriente las preguntas de la mamá y le decía que sí, que se iría a casar con él cuando estuviera grande, que lo esperaría hasta que se convirtiera en un hombre hecho y derecho. Y el niño soñaba todas las noches con su boda y veía a Georgina con su traje blanco de cola y se veía él de vestido entero de paño, igual que la fotografía en sepia del matrimonio de los tíos.

Dos años después el niño seguía siendo un niño pero la joven era ya una mujercita casadera y con un novio real. Por algún tiempo Georgina y su novio le hicieron creer al niño que eran amigos nada más y que ella le cumpliría su palabra de matrimonio. Y él, aunque sospechaba que lo engañaban por piedad, seguía soñando en su boda con Georgina. Y le seguía poniendo serenatas los domingos con una canción nueva que se había aprendido y en la que un palomo le pedía a su paloma querida que volviera a su viejo nido.

Una mañana de domingo ocurrió lo que el niño ya temía. El balcón de la casa de Georgina estaba adornado con festones y lazos y había un inusual movimiento de personas que entraban y salían con paquetes y con viandas de fiesta. Rosa Helena, que así se llamaba la mamá del niño, vio que su hijo tomaba el banquillo y el tamborcito de las serenatas y le dijo que no saliera a cantarle a Georgina porque ella no estaba. Y trató de distraerlo con un paseo por el patio, señalándole las begonias, los helechos, los pájaros y los conejos, al tiempo que le decía que él estaba todavía muy pequeño para pensar en cosas de hombres, que ya Georgina había decidido organizar su vida en otra parte y que hasta allá no llegaría su voz con las canciones y el sentimiento de sus serenatas.

Al escuchar estas palabras de su madre, el niño salió corriendo hacia la ventana y alcanzó a divisar en la distancia de la calle el cortejo nupcial y ver a Georgina vestida de novia y a un joven con vestido entero de paño azul turquí que la llevaba del brazo hacia la iglesia, apenas a tres cuadras de la casa, y sintió por primera vez un nudo en la garganta que no se explicaba y comenzó a gritar ¡me ahogo! ¡me ahogo! y a pedirle ayuda a su mamá, que estaba a pocos pasos de él llorando también por la pequeña tragedia de su hermoso hijo.

La madre angustiada le alzó sus bracitos una y otra vez, lo besó, lo abrazó y le dio un vaso de agua con valeriana. Luego lo recostó en sus piernas y le susurró una bonita canción que le dice adiós a las golondrinas que se van, hasta que se quedó dormido.


A la mañana siguiente el niño se asomó a la ventana y notó que los festones del balcón se los llevaba el viento y vio a la empleada de los Wong barrer el arroz regado en la acera y en la calle. Luego miró hacia una de las puertas del primer piso y contempló a Raquel, la hija del carpintero del barrio, que salía de su casa con los libros del colegio en las manos.

Llamó entonces entusiasmado a su mamá para que la mirara y le dijo:

--Mami, Raquel también es bonita ¿cierto?

La madre vio otra vez el color de la ilusión en los ojos de su hijo y le contestó sonriente:

--Sí hijo, es muy bonita, más bonita que Georgina.


Montería, mayo de 2009.

Mis primeros años en Cartagena

LA CALLE LARGA
Pocos saben que mis primeros años de vida los viví en la ciudad de Cartagena, ciudad en la que nació mi mamá Rosa Elena Vélez. Era la Cartagena de los coches tirados por caballos que hacían las veces de taxis; del hoy moderno sector de El Laguito rodeado entonces de arena, de palmeras y de arbustos de hicaco; de la estación del ferrocarril ubicada en el lugar donde hoy queda el Banco Popular; del campo de La Matuna, escenario de partidos de pelota entre equipos improvisados; del reinado de belleza en el Teatro Cartagena y de las retretas en el Parque del Centenario; de cuando los notables con vestidos enteros de lino blanco se reunían en el camellón de Los Mártires todas las noches para hablar de todo. Era la colonial Cartagena en cuyo horizonte solo sobresalían las iglesias y las moles de los edificios Ganem y Andian y la torre de la Universidad, y que no se extendía más allá de los barrios El Bosque, Olaya Herrera, Amberes, Canapote y Marbella.

Viví en dos casas de la calle Larga del barrio Getsemaní. Una que hacía esquina con la calle de Las Palmas, adonde llegué unos meses después de mi nacimiento en Barranquilla el 14 de julio de 1942, recuperado de una enfermedad que casi me lleva a la tumba y de la que me salvé gracias a la asistencia médica humanitaria de un doctor de apellido Murillo que no le cobró a mi madre Rosa Elena sus servicios profesionales. Era la casa de mi tío-abuelo Luis Vélez Llamas y a ella nos llevó mi tío Agustín Vélez luego de saber que habíamos quedado abandonados en Barranquilla por mi padre biológico, quien se marchó para Bogotá a reclamar su herencia paterna y nunca más volvió. Años después, cuando ya tuve la edad de comprender su ausencia, mi mamá me llevó varias veces a consultar a las adivinas que instalaban toldas en el muelle de Los Pegasos y casi siempre la respuesta era: Su padre lo piensa mucho y está planeando el viaje de regreso para hacerse cargo de su futuro, que era lo que yo quería escuchar. Pero no lo hizo. No volvió. Y solo pude ver su aparición fantasmal una noche en el patio de la casa que habitábamos en 1956, justo el día en el que murió, de lo cual me enteré por el aviso de las honras fúnebres que publicó un diario de la capital.

En esa primera casa de la calle Larga viví los años que no se dejan agarrar por el recuerdo. La casa aún existe, es de una sola planta con un patio central empedrado lleno de matas al cual tienen acceso las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala. En la esquina de enfrente –calle de tierra de por medio-- había una casona colonial de dos pisos con balcones de madera y debajo, en el primer piso, la tienda de Lila, una agraciada y joven mujer que tenía un hermano sin tocayo que se llamaba Osterman, y en la que compraba las “arrancamuelas” y los “caballitos” de papaya con los centavos que me daban mi padrino Francio y mi madrina Luisita. De allí partieron el 25 de noviembre de 1944 en coche, mi mamá y mis padrinos, primos-hermanos de ella, a bautizarme en la iglesia de la Santísima Trinidad, situada en el corazón del barrio. Tenía dos años y cuatro meses, y según me contó años después mi madrina Luisita Vélez –alma buena que Dios tenga en su santo seno-- yo le menté la madre al cura Wendelino Mass cuando me echó el agua bendita helada sobre la cabeza.

En la calle de Las Palmas estaba la escuela del profesor Fortunato Sepúlveda --el profesor Fortu, le decían--, en donde hice mi primer año del kínder y en donde conocí el rigor de los métodos de entonces para amansar estudiantes díscolos, o como en mi caso, niños paralizados por el terror de verse en una casa extraña que más parecía una catacumba de los primeros años de la cristiandad. Impresionado por el ambiente lóbrego de la casa lloré como un penitente el primer día de clases y solo cuando hice una especie de shock los profesores me llevaron corriendo a la casa donde mi mamá para que me calmara, lo que hizo con un poco de agua de valeriana con azúcar.

Pero el recuerdo más vívido en esa casa de la esquina con la calle de Las Palmas fue el de la muerte de una niña mayor que yo de nombre Erlinda, que me quería y jugaba conmigo, hija de mi Tía Emma, una hermana de mi tía-abuela política María Vásquez, y que murió mirándome con unos ojos tristes que se me quedaron grabados para siempre. Cuando esto ocurrió, las primas de mi mamá le dijeron a María Ladeus, la cocinera. que me sacara del cuarto para que no viera los despojos de la muerte pero ya era tarde, porque yo había visto el misterioso momento en el que la vida salía de ese cuerpo joven convertida en una especie de visión viajera que iniciaba el recorrido hacia la eternidad y entendido, a esa temprana edad, que la muerte no es otra cosa que un sueño del que no se despierta jamás.

Sobre la adoquinada calle Larga, en una casa colonial de dos plantas y amplios balcones de balaústres torneados, decorados con matas colgantes, vivía en el primer piso la señora Esperanza Flórez – vendedora de flores y de helados en forma de cubos envueltos en papel que yo le compraba--, y en el segundo piso, una niña china de apellido Wong a la que solía ponerle serenatas con canciones como El gallo tuerto y La varita de caña de José Barros y a la que finalmente le gritaba, con toda la ingenuidad de un niño de cinco años: “Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito”.

Uno o dos años después mi tío Luis, quien tenía una tienda de abarrotes y una piladora de maíz en el mercado, empezó a construir un edificio de tres pisos que salía a la playa del Arsenal, que por esa época era un fondeadero de embarcaciones medianas y un pequeño astillero en el que se construían y reparaban las lanchas de madera que viajaban a Barú y a Bocachica. En el primer piso con la numeración 10-B-46 nos mudamos y desde su estrecha ventana pude observar las fiestas de noviembre y los desfiles de coches tirados por caballos, los cuales eran decorados con guirnaldas y festones de papel crepé. Y los hombres y mujeres disfrazados con los tradicionales capuchones rojos que me producían miedo; y a los muchos niños que salían a pedir regalos el día de Los Inocentes y que cantaban: Ángeles somos, del cielo vinimos, pidiendo limosnas para nosotros mismos. Aguardiente y vino para Marcelino, aguardiente y ron para Marcelón. Y que le decían a las amas de casa que se demoraban en responder: No te dilates, no te dilates, saca el bollo del escaparate. Y si no les regalaban, siquiera un dulce: Esta casa es de aguja donde viven todas las brujas. Y si les regalaban algo: Esta casa es de rosas donde viven mujeres hermosas. También recuerdo las procesiones religiosas que organizaba la parroquia de la Santísima Trinidad, en especial la de la Virgen de Fátima que era traída de Portugal y que según el Avé María que cantaban los fieles, “bajó de los cielos en Cova de Iría”.

Por estos años, mi abuelo Nicolás Vélez Llamas, a quien yo le decía abuelo capi, sufrió un derrame cerebral que lo dejó inválido con medio cuerpo muerto y que lo mantuvo sin poder valerse por sí mismo hasta su muerte por un coma diabético en el año 1954. Todavía está indeleble en mi memoria el sepelio, la ausencia de sus hermanos y el llanto de mi madre frente al cajón que casi no cerraba, y las imágenes anteriores de ella, hija abnegada, bañándolo desnudo y lidiándole su parálisis de medio cuerpo que lo mantenía atado a una cama de la que se levantaba ayudado para hacer sus necesidades fisiológicas en una bacinilla. También las imágenes de mi abuelo capi sentado en una mecedora con la boca torcida, la mirada perdida y el cuerpo desgonzado, el día que le dio el derrame cerebral después de comerse un plato de sopa de codillo de res. Y a Evelia diciendo: Eso le pasa por borrachín. Y a mi madre corriendo por toda la playa del Arsenal en chancletas, como una loca, para ir a avisarle a su tío Luis, que estaba en la piladora, que su hermano se moría. A mi abuelo Nicolás --el único abuelo que conocí-- le decía abuelo capi porque todos le decían el capi ya que le puso a un camión de su propiedad: El Piñango, que era el nombre de una conocida lancha de cabotaje que atracaba en la bahía de Las Ánimas.

LA PLAYA DEL ARSENAL
Una vez terminado, mi tío Luis se mudó con la familia a estrenar el segundo piso de su edificio y mi recuerdo se desplaza al balcón de atrás, frente la playa, desde el cual observaba la llegada de las lanchas de los pescadores con tortugas y sábalos inmensos que abrían y tasajeaban allí mismo, a la vista de los demás, y a quienes mi tía María les compraba varias libras para el consumo de la casa. Desde allí escuchaba el golpeteo de los trabajadores cuando rebajaban con sus hachuelas los listones de madera de las embarcaciones en construcción y recibía el olor a brea que usaban en el calafateo de las mismas. Por ese mismo balcón con barandales de concreto veía el desfile de las empleadas domésticas que contoneaban sus caderas desde la calle del Pedregal y alrededores hasta el Mercado. Y de las palenqueras vendedoras de alegrías con coco y anís, panelitas de leche y cocadas y caballitos. Y sentía bien temprano el olor del carburo y oía el tropel de los operarios de los talleres de soldadura vecinos y de las sierras de un aserrío ubicado a cien metros, y los oía porque yo dormía en el salón comedor que daba para el balcón de ese lado de la casa, en donde también dormía un turpial que me despertaba todas las mañanas a las 6 con un canto casi militar que hoy puedo repetirles sin equivocar una nota. El apartamento tenía una sala amplia, una sala de recibo en donde mis tíos Luis y María y las primas de mi mamá, escuchaban el radioperiódico Síntesis y el programa Coltejer toca a su puerta de La Voz de Antioquia; el comedor principal, tres alcobas y el salón comedor de atrás en donde dormíamos el turpial y yo, él en una jaula grande y pintada de dorado y yo en una estera, en el piso, un piso que tenía unas baldosas que, de tanto brillarlas, todavía reconozco en el lugar que las encuentre.

La calle del Arsenal, no sobra decirlo, era de tierra, en algunas partes cubierta por los residuos de madera de los astilleros y en otras por la basura que dejaban los camiones que llegaban con víveres para acopio de sus tiendas y depósitos mayoristas. Se estrechaba a la altura de la llamada Batería del Reducto –la antigua sede de la Virgen que hoy está sobre un pedestal en la bahía-- porque allí estaban dos edificaciones posteriormente demolidas, una casa colonial ruinosa, donde tenía la carpintería el señor Florencio, y una casa de mampostería con rejas de hierro, contigua a la muralla, en donde quedaba la llamada Gota de Leche, un dispensario para madres pobres.-

Esas calles tienen también para mí el recuerdo de las primeras cosas. Viviendo en ellas conocí el cine. Recuerdo que mi mamá me llevó a ver en los cines Almirante Padilla y Rialto, entre otras, las películas Genoveva de Brabante, Besos brujos con Libertad Lamarque, Un día con el diablo con Cantinflas y ¡Ay Jalisco no te rajes! con Jorge Negrete. Y que me llevó a ver el primer partido de béisbol de primera categoría, deporte al cual era aficionado desde pequeño y que escuchaba por la radio, afición que llegaba a los extremos de poner a San Antonio de cabeza para que me hiciera el milagro del triunfo de mi equipo. Recuerdo que se celebraba la Novena Serie Mundial de pelota y mi tío Luis le dijo a mi mamá que me llevara, que ese día jugaba Colombia con Puerto Rico. Mi mamá me subió a un bus de Popa y me llevó al estadio Once de Noviembre recientemente construido, que estaba de “bote en bote”, y ya adentro, sentados en las gradas de sombra, empecé a sentir el temor de verme en medio de una multitud que no conocía y que le gritaba a los jugadores palabras que no entendía. Hoy no sé qué fue, si un hit impulsador de algún pelotero colombiano, de “Chita” Miranda por ejemplo, o el tercer strike de “Petaca” Rodríguez a un bateador puertorriqueño con las bases llenas, pero lo cierto fue que ese monstruo de mil cabezas se levantó de sus asientos y produjo una algarabía monumental que me hizo estallar en pánico y en llanto, y a mi madre no le quedó otra alternativa, recomendada por los espectadores vecinos, que sacarme del estadio y llevarme a casa.

La playa del Arsenal fue también testigo de mi primera herida. Jugábamos a los piratas y por tratar de imitar al espadachín Errol Flyn –uno de mis héroes del celuloide-- pisé mal y me fui de bruces sobre uno de los maderos de la armazón de una lancha y el filo de una de sus aristas me abrió una herida de tres puntos en la ceja derecha cuya cicatriz todavía conservo. A mi madre casi le da un patatús cuando me vio la cara bañada en sangre y desde ese día me quedó terminantemente prohibido subirme a las lanchas en construcción, a jugar a los filibusteros del Caribe con “los negritos” de la plaza del Pozo del barrio Getsemaní.

También fue esa calle el escenario de mi primer trabajo remunerado. En una casa vecina había una fábrica artesanal de helados que usaba las célebres maquinitas de madera y aluminio en forma de tanque y yo me apunté a la lista de operarios que le daban vuelta a la manivela hasta que el hielo y la sal congelaban la leche con sabores. Me ganaba por ese ejercicio de las mañanas de domingo, una jarra de helado que compartía con mis primos.

Y finalmente, el balcón principal de la citada casa fue el escenario de mi primer arrebato amoroso, una tarde en la que una niña hermosa me saludó con un abrazo tierno y sentí la fragancia de espliego que despedía su cuello y la tersura y tibieza de su piel de durazno. La agraciada, que nunca supo del sentimiento que despertó con ese abrazo, era una prima pecosa y rubia que nos visitaba los domingos y que vivía en el barrio Manga, en una calle que quedaba justo detrás del “right field” del ya clausurado y enmalezado estadio La Cabaña, por donde el pelotero Andrés “Fantasma” Cavadía, que bateaba a la zurda, metió la pelota de jonrón en muchas ocasiones.