sábado, 12 de diciembre de 2009

EL NIÑO DIOS


En memoria de Rosa Elena Vélez,
la amorosa y buena mujer que me dio la vida.


Durante la Navidad del año santo de 1950, y cuando apenas tenía ocho años de edad, descubrí que el Niño Dios era una hermosa historia que llevaba la buena intención de convencernos que los regalos de la Navidad no los entregaba el Papá Noel de las películas sino el niño Jesús, que amaba a todos los niños del mundo. Mis amigos mayores de la calle Larga me decían que no era así, que no creyera ese cuento, que el Niño Dios eran los padres de uno y que nos acostáramos pero que nos quedáramos despiertos, con los ojos cerrados durante toda la noche, para que los viéramos ponernos en el cuarto los juguetes bien entrada la madrugada. Y la verdad sea dicha, yo lo intenté una vez pero me quedé dormido y cuando desperté encontré que ya estaban a mi lado el trompo metálico y el clarinete de esas Navidades.

Por lo anterior sucedió que descubrí el misterio pero de otro modo y por mi mamá, que era muy católica y que no hubiera querido que lo desvelara tan temprano. Todo ocurrió así como se los cuento. En la tarde de esa Navidad mi madre me llevó al portal de la Gobernación para ver la Feria de los juguetes con la intención de comprobar cuál de los muchos que había exhibidos en el piso me gustaba. Y a mí me gustó un camioncito de bomberos, de color rojo, que tenía una manguerita enrollada y un par de escaleras metálicas a los lados, como los de verdad que yo observaba al otro lado de la bahía desde el balcón de la playa del Arsenal. Ella, al verme la luz de la ilusión en mis ojos, me dijo: Escríbele la carta al Niño Dios y le pides ese juguete, seguro que él te lo manda.

Mi madre se las ingenió para que el dueño del negocio le envolviera el camioncito en papel periódico mientras yo seguía mirando los demás juguetes en el suelo. Cuando regresé donde ella estaba ya tenía el camioncito envuelto y le pregunté qué era y para quién y ella me respondió que era un regalo que le iba a hacer a un ahijado hijo de una amiga pobre que ella quería mucho. Entonces me cogió de la mano y tomó la ruta de la calle Román hacia el camellón de Los Mártires.

Durante el recorrido no dejé de mirar el envoltorio que llevaba mi mamá debajo de su brazo izquierdo. Al pasar por el Mercado Público le pedí que me comprara un refresco de leche en uno de los kioscos de la entrada y ella accedió. Luego de tomarnos los refrescos, en el instante de pagar al quiosquero, el papel del regalo dejó salir por uno de los pliegues una manguerita exactamente igual a la del carro de bomberos que había visto en la feria de la gobernación y que me había gustado.

--Mami ¿qué es esa manguerita que sale del regalo? –le pregunté.

Mi madre me respondió que era el regalo del ahijado y que la mamá de él le había pedido que le comprara lo que a mí me gustara. Yo no le dije nada más aunque quedé con la duda de porqué el ahijado de ella no le pedía la navidad al Niño Dios, como todos los demás niños.

A la mañana siguiente amaneció en mi cama, a mis pies, el carrito de bomberos que habíamos visto en la feria, con la misma manguerita con la punta partida que le había observado en la refresquería del mercado.

Mi mamá estaba sentada a mi lado sonriente, observando mi reacción por el regalo. Yo lo cogí entre mis manos y después de manosearlo un rato y de aprender cómo se elevaba la escalera, cómo se tocaba la campanita y cómo se desenrollaba la manguera del agua, le dije:

--Mami: Los pelados grandes del barrio dicen que el Niño Dios es el papá de uno, pero como yo no tengo papá, ahora sé que mi Niño Dios eres tú. Porque fuiste tú la que me compró este carrito de bomberos.

A mi madre se le aguaron los ojos, me abrazó y me dijo: “Hijo, es verdad, no es el Niño Dios quien puso los juguetes hoy porque él apenas está recién nacido, es Papá Dios. Él hace, con su infinito amor, que nosotros los padres tengamos la plata para comprarlos”.

Montería, diciembre 10 de 2009