sábado, 18 de noviembre de 2017



TESIS DE GRADO
Por Antonio Mora Vélez
   La vieja Torre del Reloj conserva aún su altivez de reliquia consentida. El amplio Camellón de Los Mártires está plenamente cubierto de polvo añejo que apenas si se levanta con la suave brisa marina que se filtra por entre las ruinas de los alrededores. Los bustos de los héroes que murieron durante la gesta de la independencia han perdido la plenitud de sus formas, esquirlas de tiempo les han corroído  las siluetas, convirtiéndolos en masas de apariencia surrealista, mudos testigos de un pasado inexplicable pero vital.
   Desde lo alto de una pequeña colina, un joven astronauta filma el panorama. La cámara que acciona enfoca la orilla mediata del mar sobre un par de islas y capta las figuras escuetas de los viejos edificios, todos cubiertos de verdín y de malezas y sin la belleza arquitectónica de los tiempos en que los hombres transitaban por sus lados y entraban a sus locales y aposentos con seguridad.
   El joven astronauta rota un pequeño botón de su aparato rastreador del tiempo. Primero observa una calle larga atiborrada de gentes que se mueven raudas, con ansias y paquetes debajo de los brazos. Luego la interminable secuencia de los buses que recorren la ciudad de un extremo a otro. Y por la noche la algarabía de los fanáticos en un estadio de pelota, celebrando la jugada del infielder que cubre la tercera base.  O los espectadores en un cinema entregados a las caricias del amor, confeccionando como artesanos del oro la hermosa filigrana de la supervivencia.
    Pero al joven la interesa más el mar y lo contempla solo y melancólico, abandonando su orgullo sobre la arenilla de las costas solitarias.  Y lo mira en la pantalla del pasado, acompañado de sol y de radiantes mujeres al natural, brindándole al hombre no solo proteínas sino ilusiones. Y lo sigue en su aerogiro, siguiendo la ruta de las costas hacia el sur, hacia la desembocadura del río lleno de vida que hizo exclamar al Inca: “Pobrecito del Perú si se descubre el Sinú” y que ahora lucha por sobrevivir entre las arenas de un desierto en formación. Y más hacia el sur, hacia la vieja ciudad de sus ancestros y contempla de ella la famosa avenida primera, de la que solo quedaban pedazos de concreto sumergidos, apenas visibles en los estratos abiertos por la última creciente del río. 
   Con la emoción de quien encuentra parte de su origen, el joven, que ya ha descendido de su aerogiro, digita en la tabla de su aparato de rastreo del pasado y contempla extasiado un fandango frente a la vieja bonga de la calle 30 y a María Varilla danzando hasta el cansancio al compás de un enervante porro pelayero. Y en la terraza de una casa-quinta, sentados alrededor de una mesa, tomando té helado con limón, a los jóvenes del grupo literario que hizo historia con sus obras. A Leopoldo, a Nelson, a Soad, a Gustavo, a José Luis y a Guillermo, y a su tatarabuelo soñador de mundos diferentes.
   Eran los tiempos de la civilización terrestre en pleno desarrollo. El aire puro de las montañas derramaba generoso su aliento de vida sobre todos los seres. Todavía la asfixia por la escasez de oxígeno no había aparecido en el horizonte como la nube negra de presagios siniestros que sería más tarde. La fragancia de las flores y la caricia de la brisa vespertina no se habían convertido en nostalgia. La Tierra era vital, plena y hermosa.
   El joven investigador recordó entonces la vez que su abuelo le contó la historia del gran viaje que el creyó, por niño, un hermoso cuento de aventuras producto de la imaginación senil del narrador. Le dijo entonces: “Fueron como mil naves con cien hombres cada una escogidos entre los mejores para impedir que la llama de la vida inteligente se apagara en esta parte del cosmos. Las naves partieron un primero de mayo del año 2.124. Dos meses después comenzaron los trabajos en la inhóspita geografía marciana para tratar de reproducir el ambiente añorado de La Tierra, para convertir desiertos en bosques y abrirle cauces a las corrientes de agua”.
   Hoy, para rescatar ese fragmento de su historia y lograr ensamblar el recorrido de su raza, desde los primeros inmigrantes de Tau Ceti que llegaron a La Tierra y se desposaron con las hijas de los hombres del planeta, hasta la etapa actual de su asentamiento en Marte recobrado. Y para evitar que el olvido sepulte los rastros del ancestro, el joven de la cámara toma las vistas de la región. Lo golpea la nostalgia del terruño, saber que en todos esos lugares desolados, amaron y sufrieron, vivieron y murieron, sus antepasados. 
   Habla ahora en voz alta con la intención de grabar sus palabras en la cámara del tiempo.
   “En La Tierra no todo fue erróneo, absurdo y maléfico, también hubo naturaleza pródiga, amor y plenitud de ser. Si bien existieron estadistas que le rindieron culto al fuego de las armas en contra de la vida, también existieron poetas que le cantaron a las plantas y a la risa, al mar y al optimismo, al amor y a la solidaridad. Después de contemplar todo esto, estoy más convencido de la necesidad de revivir ese pasado en nuestras imágenes para aprender de sus experiencias. La vida no es una novela rosa, está hecha de rocío y de sudor, de estiércol y de pan, de cicatrices y de sueños. Los jóvenes antropólogos de Marte debemos fijar nuestros ojos en La Tierra. No podemos permitirnos el tremendo olvido de la amarga experiencia de La Atlántida que padecieron los terrícolas durante tanto tiempo. La gran odisea de las mil naves tiene que ser desmitificada y significar para nosotros algo más que una aventura de la especie humana en busca de nuevos horizontes”. 
   El joven astronauta guarda el pequeño micrófono en su faltriquera y deposita la cámara en el estuche integrado de su vestido espacial.  Ahora desciende lentamente sobre una sabana, frente a un golfo, en la que empieza a reverdecer la vida. Se posa sobre el césped de las ruinas de un antiguo parque, aspira el nuevo oxígeno de La Tierra y se queda mirando las nubes rojizas que tachonan el cielo, pensando en la aprobación de su tesis de grado.
   En Marte –entretanto- viven y festejan el sesquicentenario de la nueva morada.

1.982.





lunes, 22 de mayo de 2017

EL CONCIERTO DE RAÚL

En memoria
de Raúl Gómez Jattin y Emiliano Callejas Cantillo.

Emiliano y yo bebíamos un par de cervezas en la heladería y panadería Bon Bini del centro de la ciudad y hablábamos de literatura. Emiliano, poeta clásico, me decía que la poesía de Neruda dedicada al amor y a la mujer era la mejor, la trascendente, la que dejaba semillas en el alma. Yo reivindicaba el mensaje del Canto General y el valor de las Odas Elementales, en especial de las odas al aire, al vino y al pan.
Unos años antes Emiliano había publicado en la revista del grupo un soneto dedicado al béisbol y a los peloteros que ganaron la Serie Mundial del 49, titulado “No hay con quién”, y yo le decía que ese tipo de poesía me gustaba porque era un testimonio de admiración por las gestas del pasado y un nuevo aire para continuar en la brega de recomponer el presente.
Eran las cuatro de la tarde de un sábado monteriano de 1984 y una brisa serpenteaba por la callejuela en forma de ele que dejaban los tres edificios Garcés entre sus moles, con sus tres salidas, una –la de Pollos Chandys- hacia la calle 32, otra –la de la heladería- hacia la carrera segunda y una tercera, más estrecha, que daba hacia la pizzería de la avenida primera.
Al mirar hacia la carrera segunda vimos venir a Raúl, el poeta loco, sucio, barbado, descalzo, agitando sus manazas como si quisiera abofetear al mundo, y con la ya definida intención en su mirada de sentarse a nuestra mesa. 
-¡Mierda! –dije yo. Ese loco nos va a dañar la tarde.
-No te preocupes –me dijo Emiliano-. Él se las lleva bien conmigo.
-Pero conmigo no –le respondí--. Resulta que yo soy el paga platos de las actitudes sectarias de José Luís.
Raúl llegó, no me miró, dijo buenas tardes a Emiliano, se sentó en una de las sillas desocupadas, dándome la espalda, y le preguntó a mi compañero de mesa:
-Médico: ¿Qué es lo que se creen esos tipos de la Casa de la Cultura?
-¿Cómo así? –le dijo Emiliano, haciéndose el que no sabía nada-. ¿Es que te han hecho algo?
-¡Pues claro, su director me ha negado el espacio para un recital y he tenido que recurrir a la presidenta de la junta para conseguirlo! ¡Como si yo fuera un poeta cualquiera, médico! 
-Bueno pero ya vas a hacer el recital, y eso es lo que importa. 
-Sí, pero me molesta que unos cuenteros – ¡porque ninguno de ellos es poeta!—me ofendan de esa manera...
A propósito...—le interrumpió Emiliano y le hizo señas para que reparara en mi presencia temerosa, a pocos centímetros de su intimidante brazo izquierdo puesto sobre la mesa.
-¿Y quién es él? No lo conozco—contestó con una cómica y mal fingida indiferencia. Dirigió entonces su mirada alucinada hacia una de las vitrinas llenas de pan de la panadería y aspiró con fruición el olor fresco del pan que salía del horno.
Emiliano se desconcertó porque pensó que Raúl –noble como su poesía-- iría a reconsiderar su actitud de rechazo y desconocimiento hacia mí, y me iría, al menos, a reclamar mi colaboración para su recital de la Casa de la Cultura. Pero no, intentó levantarse con la intención de coger un pan del mostrador. 
Yo aproveché ese instante para jugarme un temerario lance, corriendo el riesgo de que Raúl me tratara de abofetear, como lo intentó con José Luis, frente a la cafetería Tosca, unos minutos después de concluir el programa dominical que el grupo hacía por la Emisora Sinú, y que ese día habíamos dedicado al cuento Chengue, de Guillermo, que Lecturas Dominicales de El Tiempo había publicado la semana anterior. 
-Poeta –le dije, poniendo mi mano derecha sobre su hombro-. ¿Usted por qué me odia? ¿Usted no sabe que la primera persona en Colombia que saludó su poemario fui yo?
Raúl dudó un instante antes de proceder.
-¿Eso es cierto, Emiliano? –preguntó enseguida con voz bronca y una expresión mezcla de resentimiento y de curiosidad.
- Sí, poeta, yo leí el comentario de Antonio en su columna.
-¿Y qué dijo? -le preguntó en tono áspero y todavía sin mirarme.
-Dije que su poesía era refrescante, hermosa, novedosa, auténtica, sinuana, dramática, un nuevo hálito de libertad para la poesía acartonada de Colombia—le contesté.
Al poeta se le iluminó el rostro y una sonrisa apareció en su boca, como si una "legión de ángeles clandestinos" saliera por ella. Entonces volvió su cuerpo hacia mí. Me miró fijamente pero con picardía, como queriéndome decir: ¡Te asusté! Y me dijo:
--Tú eres diferente, Toño. Definitivamente, tú eres diferente. Y óyeme lo que te voy a decir –sus ojos se agrandaron, frunció los labios y adoptó su característica pose de primer actor--: Glitza es un excelente cuento, un hermoso cuento de amor que he leído varias veces...
Y soltó una carcajada celebrando el elogio mutuo, una carcajada teatral que nos abrió las puertas de su alma atormentada. Y a Emiliano le vino el alma al cuerpo –y a mí también-- y mandó otra tanda de cervezas y un pan francés grande para Raúl que éste se comió en un santiamén. Y yo pensé con satisfacción que en adelante no tendría que eludir la presencia medrosa del poeta en las calles, y que le había ganado una batalla a la incomprensión y a la insolidaridad. 
Esa noche –me falta agregar- el poeta con "corazón de mango del Sinú" nos obligó a escucharle un concierto de canciones de Juan Manuel Serrat, que se sabía todas de memoria; en calidad de anticipo del que cantaría unos días después en la Casa de la Cultura, a capela, descalzo, sucio, descamisado, a la luz de unas velas y con las puertas cerradas para que no entrara José Luís.

Sincelejo, 2005