domingo, 10 de enero de 2010

A IMAGEN Y SEMEJANZA

Blanco estaba sentado al lado de una roca amarilla junto al hermoso lago azul que bordea la isla. Más allá, en los límites del bermellón formado por el horizonte de nubes bañadas por el sol, Verde bailaba alegre una danza ritual, agradecido porque había encontrado un recodo original y paradisíaco y el calor del cenit le entonaba el cuerpo.

A veces el aire se tornaba húmedo, imposible, y Verde se coloreaba de la ira pero se contenía, sabía que Blanco lo observaba y que no le toleraría la más mínima infracción al programa del día. Blanco se inclinaba con frecuencia para recoger hojas, raíces y pedruscos y Verde lo miraba y sonreía y decía para sí: Tan tonto él...¿sabrá acaso que las plantas y las piedras no piensan?. Pero lo seguía aguardando.

El planetoide era casi del tamaño de Titán, poseía atmósfera de nitrógeno y una fuerza de atracción inexplicable, como si estuviera formado de materia neutrónica. Verde lo había divisado con su láser de profundidad mientras se entretenía comparando los matices del negro cósmico. Blanco lo felicitó entonces y le dijo: Aquí podremos encontrar algunas cosas interesantes.

Habían transcurrido varios años náuticos desde ese momento. Blanco no se cansaba de recoger muestras de la superficie y Verde de observarlo, a prudente distancia siempre. A veces Verde se cansaba de hacerlo y se dedicaba a fantasear, a viajar con su mente casi perfecta por los más recónditos parajes del universo, pero bien pronto Blanco lo llamaba al orden con su click desesperante y monótono. Entonces Verde aplazaba sus ilusiones y encendía su foquito verde y comenzaba a filmar las tareas de Blanco y éste crujía de satisfacción. Así debe ser siempre --pensaba--, yo recojo y él conserva, yo analizo y el graba. Pero es tan distraído el Verde.

Todo el tiempo del recorrido había sido así. Blanco y Verde sabían ya los secretos de esa parte del cosmos situada en el límite del sistema solar, conocían perfectamente la naturaleza de los asteroides descubiertos en la órbita externa de Plutón, estaban sobre la pista de los extraños cuerpos vistos sobre Deimos y Fobos y pensaban en el retorno a casa, aunque con motivaciones diferentes.

Cuando Verde se ponía pensativo y Blanco le gritaba Click, la imagen ideada por aquél se vestía de nostalgia y se condensaba en el espacio en forma de filme siónico, mostrando el paisaje azul de La Tierra que los vio partir veinte años atrás. Entonces Verde filmaba a Blanco y a su entorno, aunque no dejaba de mirar "por el rabillo del ojo" --como decían los humanos-- la permanencia del paisaje.

Las veces que Verde montaba en cólera y trataba de rebelarse --y casi siempre ocurría cuando su compañero no le dejaba contemplar las formas de la naturaleza desde su perspectiva de poeta--, Blanco dejaba escuchar su click click y algo en el interior de Verde lo llamaba al orden. Entonces Blanco lo inspeccionaba un segundo, como para constatar que todo estaba bajo control, y luego continuaba analizando fragmentos, convencido de que Verde lo seguía filmando y almacenando los datos que le transmitía. Así debía ser siempre --pensaba--, yo recojo y él guarda, yo analizo y él graba.

La roca amarilla parecía un huevo gigantesco y Blanco no había detectado las líneas que semejaban un plano y que se diluían en su superficie. Al levantarse del suelo y apoyarse en la monumental roca, constató la presencia del dibujo y llamó a Verde.

-¡Observa, Verde. Parece un mensaje cifrado, como los animales de Nazca. Grábalo!

Verde observó detenidamente el enrejado de líneas rectas, sinuosas y parabólicas. Se coloreó con el color típico del desconcierto y no pudo articular palabra alguna.

-¿Qué te ocurre? -le preguntó Blanco, intrigado.

Verde miró a Blanco y volvió la mirada sobre la piedra.

-Aquí dice que el hombre estuvo aquí y que decidió continuar el viaje hasta la próxima estrella...

-¡Eso es imposible! -exclamó Blanco-. Todos ellos murieron cuando nosotros salimos.

Pero verde, que era un soñador y un optimista, pensó en la estela brillante que vio dividir en dos el cielo en una de sus noches de expectación y le dijo: El hombre no ha muerto, todavía existe. Y continúa volando, de planeta en planeta, de estrella en estrella. Como siempre.

Blanco y Verde eran un par de roboticos a la deriva, construidos por los técnicos de Ciudad Tayrona a imagen y semejanza de los hombres de entonces.

1.980