martes, 8 de septiembre de 2009

Uno de misterio y otro de CF

EL ENIGMA DE LOS MONJES

A mi esposa Idalia,
quien me contó la historia.


La colonial ciudad de Mompós no sospechaba que por sus calles adoquinadas y solitarias avanzaban esa noche, apenas favorecidos con la luz de los faroles, tres monjes templarios con una misión importante que cumplir. Era una noche de invierno, fría y con amago de lluvia. Los relámpagos herían el azabache del cielo y los perros de las casas aullaban como en los cuentos de terror, como si presenciaran el mohán del cual hablaban los abuelos ribereños en los velorios.

Los tres monjes llegaron vestidos con hábito y cogulla y portando unos extraños maletines piramidales que intrigaron al portero de la fonda del turco Aguabara. Fueron instalados por éste en un cuarto situado bien al fondo del patio, cerca del muro en el que alguna vez la hija del fondero viera los ojos de candela de un Lucifer ensoberbecido que protestaba porque ese año la procesión del Santo Sepulcro se la habían pasado por la puerta de esa casa y esa era una ofensa que un demonio que se respetara no podía tolerar, ni siquiera en una ciudad beata y supersticiosa como Mompós.

El turco Aguabara, no obstante su desconfianza natural frente a todo forastero misterioso, los atendió de buena manera. Tres monjes con maletines de cuero repujado y hábitos de lino eran tres clientes que no sólo le pagarían el hospedaje y la alimentación sino que le comprarían piezas de orfebrería con oro de quince como si fuera de dieciocho. Por eso le decía a su hija y a sus empleados: "Atiendan bien a los monjitos, que si no pagan con dinero pagan con los maletines".

La primera noche transcurrió en medio de los brisones que mecían los tejadillos de las casas como si fueran ramas, y los relámpagos que clareaban fugazmente el cielo y le permitían a los serenos vigilar mejor los callejones. La lluvia cayó tenue, disgregada, sobre las tejas y adoquines del pueblo, y un canto lastimoso que todos coincidieron en calificar del otro mundo, se escuchó a la hora en que los faroleros cumplían su misión de apagar las velas y las abuelas disminuían la mechita de las lámparas de aceite.

Al día siguiente, con un sol radiante de fondo y un concierto de trinos sobre los árboles, el turco Aguabara desperezó su humanidad de cien kilos, se enfundó en su pijama de seda china, se limpió las legañas con agua recogida, le ordenó a sus empleados el desayuno de los visitantes ("Huevos revueltos, café con leche y pan de sal. ¡Ah! Y jugo de naranja de entrada") y se sentó en su mecedora de bambú para ver pasar el tiempo. Afuera, sobre el pretil húmedo del zaguán, un viejo pordiosero tocaba el postigo en forma tan desesperada que más parecía un acreedor enardecido que un implorador de la caridad pública. "Dile a ese infeliz que se largue que hoy no tengo plata" le dijo el fondero a la mucama, quien lo miraba desde el cancel de la puerta. La muchacha miró al pordiosero y se limitó a preguntarle: "¿Ya oyó?". El viejo llagoso refunfuño y soltó una de sus acostumbradas permisiones satánicas: "Permita Lucifer que te caiga una saladera del carajo y te arruines". El turco le contestó furioso: "¡Tu madre es la que se va a arruinar, desgraciado!" y le ordenó a la empleada que cerrara el postigo y se pusiera a limpiar las materas.

El desayuno estuvo listo en pocos minutos pero los extraños monjes no aparecieron por el comedor, ni se les vio en parte alguna de la fonda durante toda la mañana. Al medio día, intrigados por el extraño comportamiento de los inquilinos, los amigos del turco Aguabara le recomendaron que los llamara a almorzar, pero el turco los tranquilizó diciendo: "Deben ser monjes de esas cofradías raras que hacen de la soledad y el ayuno el pan nuestro de cada día".

Una semana después, en Mompós no se hablaba de otra cosa. Pero el turco Aguabara, no obstante que su mujer no se cansaba de recomendarle que diera parte a la policía, y sus amigos, que colocara en la puerta del cuarto de los huéspedes una palangana con agua bendita, seguía creyendo que los monjes continuaban allí, en ayuno perpetuo por todos los males del mundo. Solo cuando el periodista Mieles Trespalacios consignó en las páginas de "El Universal" que bien podía tratarse de una metamorfosis como la de Kafka, basado en las versiones de un albañil, solo entonces permitió el dueño de la pensión el ingreso del Inspector de Policía. "Yo vi salir tres murciélagos por uno de los glifos de la ventana", había dicho el obrero que pintaba con albayalde una de las tapias del patinejo.

Cuando el Inspector ordenó, previo exorcismo practicado por el señor cura, la rotura del portón de la alcoba ocupada por los monjes, en su interior se escuchó un ruido como si un globo del porte de una catedral se hubiera desinflado, y en el ambiente quedó flotando ese olor a muerte detenida característico de los necrocomios. "Deben ser las almas de los tres monjes que ya se estaban dilatando de tanto esperar", dijo uno de los presentes en la diligencia. El cura se lo quedó mirando con una mirada de desaprobación que era casi una sentencia. Los demás rieron.

--¡Golpea fuerte!-- gritó el Inspector, dirigiéndose al oficial mayor, quien le daba y le dio a los aldabones con un martillo de diez libras, sin éxito. Luego lo intentaron el secretario, el sacristán y el agente de la policía, durante casi una hora, hasta que lograron vencer la colonial puerta, cuyas dos pesadas hojas se abrieron de par en par y dejaron ver el interior de la alcoba en toda su solemnidad.

--¡Santo Dios!-- exclamó el cura al contemplar los tres féretros colocados en sus respectivas camas. Regados por el suelo estaban los hábitos y las curiosas maletas piramidales que tanto llamaron la atención a los momposinos.

--¡Milagro! ¡Milagro!-- dijeron los creyentes apostados a la entrada.
--¡Abran los cajones!-- ordenó el Inspector.

Entonces el mismo oficial mayor, con un barrretón oxidado y la ayuda del policía, levantó las tapas de los tres féretros y esperó que sus superiores mirasen dentro para saber en definitiva de qué se trataba. Primero lo hizo el Inspector, luego el cura y después el secretario de la Inspección, el policía, el sacristán y el fondero. Y todos a una quedaron paralizados de asombro al contemplar los cuerpos semidesnudos de tres Cristos rozagantes de tamaño natural y al leer las tres notas manuscritas encontradas en cada ataúd con los nombres de las ciudades de Mompós, San Benito Abad y Zaragoza.

--Padre --dijo entonces el Inspector-- este asunto dejó de ser legal y se me sale de las manos, por lo tanto es suyo.

El cura párroco se acercó a los tres Cristos, los palpó con algo de temor y dijo: "Que raro, parece como si hubieran tenido vida y acabaran apenas de morir".

1981


IOD, EL ÚNICO


Las ráfagas de estrellas moribundas anunciaban la agonía de la pequeña galaxia, que era literalmente engullida por su vecina colosal, no obstante la tenaz resistencia de dos millones de años. Iod observaba desde su cubil la maniobra y pensaba en los millones de planetas que irían a desaparecer en el cataclismo, y en los miles de millones de seres que morirían sin darse cuenta.
Iod vivía en al séptimo cielo y para él las galaxias eran objetos diminutos que le entretenían sus observaciones. Vivía solo desde tiempos inmemoriales, sin padres ni hermanos ni esposa ni amigos. Y así había sido siempre. Ignoraba sus orígenes, sólo sabía que era Él, el Único y el depositario de la Fuerza, puesto allí para cumplir una misión que le sería revelada a su debido tiempo.
Miró —un millón de años después— cómo el último de los anillos de la galaxia pequeña se perdía en un desfiladero de materia oscura y generaba un estallido multicolor que semejaba el brillo del nacimiento del universo, por los tiempos del primer círculo. Percibió el llanto de los elementos disparados hacia la eternidad. Y alcanzó a sentir el dolor de una especie que había logrado acercarse a su pensamiento y que perecía devorada por el fuego.
Iod centró su mirador hacia ese sector del cielo y logró ver las ilusiones de sus pequeños seres diseminadas por el espacio que se llenaba de cenizas y escombros. Pensó que eran buenas y decidió salvarlas.
—¡Vengan! —le dijo a las pequeñas espirales que flotaban en el espacio que se abría.
Las cadenetas del mensaje se movieron hacia Él y Iod las envió con su fuerza hacia otro lugar del cosmos, y las sembró en las aguas de un planeta azul, para perpetuar las ilusiones de la especie devorada.
— ¡Que la vida, sea! —dijo en el instante de la siembra.
Y la vida fue, una vez más, y el planeta se llenó de plantas y de mares y con el correr del tiempo, de seres inteligentes que pensaron en Iod, pero de un modo diferente.

2008