sábado, 24 de octubre de 2009

PLÁCIDA

La vi por primera vez en una semana cultural. Tocaba la orquesta Los platinos un ritmo tropical y yo observaba sus hermosas piernas que quedaban al descubierto cada vez que su parejo la ponía a girar como un trompo, sin importarle el espectáculo de exhibición erótica que ofrecía su mulata rumbera a los demás asistentes al baile que estábamos cerca de la pista del Club Popa. Supe entonces que estudiaba en la facultad de Medicina, que vivía en el barrio Crespo y que tenía un nombre que invitaba a vivir la experiencia del amor en un paraje apacible: Plácida. Decidí esa noche que trataría de anclar mi nave en esa rada de ensueño y que, para tal fin, debía utilizar todas las estrategias de conquista a mi alcance para llegar a ella

Lo primero que hice fue pedirle a una amiga común que nos presentara en los pasillos de la universidad. Ella la buscó y le entabló conversación y yo llegué como si fuera ocasionalmente a solicitarle a mi condiscípula una información sobre la clase de derecho constitucional colombiano.

--Mira, Plácida, te presento a Antonio –le dijo en el momento en que yo le ofrecía mis excusas para poder preguntarle a Carmen los términos de una tarea de mentiras.

--Hola Antonio –respondió en un tono casi impersonal, me miró fugazmente y volvió la mirada sobre mi amiga. —Carmen te dejo, hablamos mañana.

La experiencia se repitió dos o tres veces y el resultado fue el mismo. Plácida se despedía de Carmen al notar que yo me acercaba, y no aguardaba a que yo le dijera algo, un comentario, un piropo, cualquier cosa, como si leyera en mis ojos la pasión amorosa que su belleza me inspiraba y presintiera que ese acercamiento mío no era casual sino una tramoya para iniciar una conversación con ella.

Pasaron muchos días después de esos intentos fallidos, durante los cuales yo me limitaba a verla pasar con sus suéteres ajustados y sus minifaldas por los pasillos de nuestra Alma Máter y a saludarla cuando se dignaba dirigir la mirada hacia el escaño en donde yo estaba, saludo que respondía cortés pero fríamente, sin asomo alguno de agrado o simpatía.

En una de esas ocasiones, repasando las conferencias de Obligaciones, me acompañaba el “gordo” De la Ossa, quien hacía parte de mi grupo de estudios. Éste, al notar la forma displicente como la futura galena contestó mi saludo, me dijo: “Oye, y esta negrita qué se cree que te mira como si estuviera mirando al hijo de la cocinera”. Plácida escuchó y volteó su cara hacia nosotros y le lanzó a De la Ossa una mirada acuchillante como diciéndole: “Muérete, gordo infeliz”. Yo hice una mueca con todo mi rostro que pretendía ser una explicación por la frase de mi amigo, pero ella no se dignó recibirla.

Y así pasaron los días y las semanas y yo intenté mostrarme ante Plácida como un joven con futuro interviniendo en la huelga universitaria de ese año como orador, en las veladas literarias con mis cuentos comprometidos, en el grupo de teatro, en los torneos de ping-pong y en los eventos sociales como cantante de boleros, pero nada. Plácida parecía una mole de cemento con su indiferencia y solo tenía ojos para el joven que la exhibió en el baile en el que la conocí. “Lo que pasa Antonio es que ese muchacho, que es del equipo de baloncesto de la universidad, la invita a discotecas, a restaurantes, a heladerías, y tu no tienes con qué” me dijo Carmen. “Y también que ella te ve como poca cosa por la forma modesta como vistes”, agregó Ida Inés, otra condiscípula amiga.

Un día cualquiera mis dos amigas se acercaron a mí en la cafetería de la universidad y me dijeron que se me presentaba la oportunidad de demostrarle a Plácida que las apariencias engañan y que los hombres valemos más por lo que somos y llevamos por dentro. “¿De qué se trata?” les pregunté. “Este domingo que viene vamos a hacer un paseo en la playa y Plácida va a ir y se va a poner el bikini que le trajo su mamá de Miami”, dijo Carmen. Ida Inés agregó: “Carmen y yo vamos a llevar los sándwiches de pollo y Geminiano, el “gordo” De la Ossa y tú deben “ponerse” las cervezas”.

Y así fue. Ese domingo fuimos a la playa de Castillo grande los seis y Plácida se puso su bikini y se convirtió en el objeto de las miradas de todos los jóvenes de la “jai” que se encontraban a nuestro alrededor. Al principio se mostró algo molesta porque no sabía que “el gordo” y yo íbamos a estar en el paseo playero pero como admiraba a Geminiano porque lo había visto en una obra de teatro, disimuló el enfado conversando con él sobre el teatro del absurdo. Entretanto “el gordo” y yo conversábamos de filosofía para que ella supiera que yo era docente de esa materia en un colegio importante de la ciudad.

Al poco rato, cuando apenas habíamos consumido una cerveza cada uno, Plácida dijo: “Me voy a meter al agua. ¿Quién me acompaña?”. Todos a una dijeron: ¡Antonio! Y mi diosa esquiva salió corriendo hacia el mar dejando tras sí las miradas eróticas de los bañistas que estaban cerca y complementando de ese modo con su escultural cuerpo el paisaje de esa mañana caribeña. Yo salí corriendo hacia ella y le grité: ¡Espérame! pero no me esperó. Y se lanzó a las aguas y comenzó a nadar hacia lo hondo.

Todos, estoy seguro, esperaban que el mar fuera testigo ese día de mi declaración de amor y que Plácida, al menos, respondiera con un “Déjame pensarlo” que me diera la oportunidad de insistir en otros escenarios y de mostrarle quién era y qué escondidos tesoros tenía para entregarle si aceptaba ser mi novia. Pero Plácida no me dio la oportunidad de hacerlo porque llegó hasta el límite de las boyas, haciendo gala de sus excelsas dotes de nadadora que yo desconocía, y me dejó a pocos metros de la orilla disimulando el ridículo y mirando impotente hacia el lugar en el que también flotaban otros expertos nadadores, que no dudaron un instante en rodearla y en coronarla de elogios por la hazaña.

Ida Inés y Carmen me miraron llegar con la desilusión pintada en el rostro. “¡Qué vaina, Toño, que no hayas aprendido a nadar en el Sinú por culpa de tu mamá!” exclamó Geminiano. “Te va tocar aprender”, completó “el gordo” De La Ossa con una sonrisa de oreja a oreja. Carmen, que quería en lo más profundo de sus sentimientos de amistad que yo fondeara mi velero en esas aguas tranquilas, optó por decirme que no abandonara el empeño, que Troya no se conquistó en un día y que ya habría otra oportunidad en otro momento y lugar más propicios para mí.

Pero pasó el tiempo y el tiempo se llevó las ilusiones. Por mucho que urdí y busqué una nueva oportunidad, ésta no se volvió a presentar, ni siquiera los encuentros con Carmen en los pasillos de la Facultad que Plácida evitaba. Y para cancelar todo intento mío de abordaje, la mulata de Crespo optó por caminar a toda hora y amartelada con su novio deportista por los pasillos del viejo convento de San Agustín y por las calles empedradas de La Heroica, y yo empecé, por fuerza, a mirar hacia otros predios de amor para paliar el fracaso.

Hoy, después de casi medio siglo, de una frustración amorosa posterior y de haber encontrado finalmente, en ese mismo claustro, a la madre de mis hijos, Plácida es apenas una de las tantas imágenes de mi juventud que de vez en cuando afloran en mi mente para arrancarle sonrisas al pasado.

Montería, octubre de 2009.

miércoles, 21 de octubre de 2009

LA GORDITA DEL TROPICANA

Por los tiempos en que las heladerías no abundaban en la ciudad, el callejón del mercado era un lugar casi obligado para disfrutar un buen refresco de zapote o níspero con leche o de Milo, que era mi preferido. Enfrente de las refresquerías quedaba una fonda en la que a veces tomaba los alimentos y detrás de ella, entrando por la carrera segunda, estaba el coliseo de boxeo en donde vi pelear a los colombianos Kid Pérez y Luis Carlos Cassarán contra un chileno de apellido Cartens.

Ese era mi mundo de entonces. Mi mamá tenía una colmena de abarrotes en ese mercado y yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en ese sector. Me hice amigo de un fresquero de apellido Cuavas, quien me pagaba con un Milo diario la picada del hielo, tarea que realizaba con gusto mientras escuchaba los partidos de la pelota profesional y los programas deportivos que lo comentaban y también los merecumbés de la orquesta de Pacho Galán, que estaban de moda.

En esta mesa de refrescos del callejón del mercado hablé por primera vez con la mujer de este cuento. Era joven, gordita y agraciada. Yo la había visto salir del Pasaje Felipe, más exactamente de la choza de palma de la entrada, pero no la saludaba porque era, como decía mi mamá, una mujer de la vida y yo suponía que eso le daba una ventaja de experiencias sobre mí que estaba apenas por los quince años. Esa tarde se sentó a mi lado en una de las bancas de la refresquería de Cuavas y me dijo: Hola, ¿como estás? Yo le contesté que bien y conversamos un poco sobre su trabajo de mesera en el Tropicana y los estudios míos de bachillerato en el Liceo. Una vez agotó el vaso metálico de su refresco se despidió sonriente y se marchó. El señor Cuavas, que había seguido el hilo de la conversación mientras enjuagaba unos vasos, me dijo: Esa muchacha quiere acostarse contigo, todo ese cuento del Tropicana fue para que supieras el lugar y el horario de su trabajo. Visítala y te la traes para el Hotel Mogador, yo te presto para la habitación si no tienes.

Durante los días siguientes los demás inquilinos del pasaje vieron cómo la gordita del Tropicana salía de su cuarto y pasaba delante de la puerta de mi pieza siempre que yo me sentaba en una mecedora a leer, y lo hacía con el pretexto de guindar una ropa en el alambre o de entrar al baño del patio o de recoger agua de la pluma, y siempre con una falda transparente para que yo le viera sus encantos y me guiñaba el ojo y me sonreía, como diciéndome: Ajá y ¿cuándo vas a ir por mí? El Chato –uno de mis amigos—se dio cuenta de la actitud seductora de la gordita y me dijo: Huy hermano, le cuento que esa pelada no quiere con nadie aquí en el pasaje y está botada por usted. Obviamente, mi mamá también se dio cuenta y me advirtió: Cuidado te vas a enredar con esa mesera porque te puede pegar una mala enfermedad.

El viernes de la siguiente semana fui con mis amigos del liceo, Jorge Barrera y Pepe Buelvas, a tomarnos un par de cervezas en el Tropicana. Yo sabía que me iba a encontrar con la gordita del pasaje pero ellos no porque no la conocían. Por eso se sorprendieron cuando vieron cómo la atractiva mesera de color claro y cabellos lisos me saludaba con una efusividad inusual y más cuando les dijo que las cervezas que yo consumiera las pagaba ella.

--¡Usted se acuesta esta noche con esta mujer de lo que no hay duda!—dijo Pepe. Jorge asintió y pidió que brindáramos por ese polvo, lo cual hicimos. Y empezaron entonces a hablarme de las técnicas de excitación, del manejo del ritmo, de las posiciones, de poner el pensamiento en otra parte y de las frenadas en seco para evitar la eyaculación prematura y de otras prácticas sexuales más que ellos sabían de sobra porque eran mayores.

Cada vez que la gordita llegaba con su toallita para secarnos la mesa y recoger las botellas vacías, Pepe y Jorge no hacían sino mirarle el trasero despampanante y las piernas, que se le veían casi todas por la minifalda que usaba. Y sonreír embelesados y decirme: Que envidia, flaco, pensar que tú vas a entrar esta noche en ese paraíso. Y yo no hacía sino pensar en cómo iría a domar a esa potra desbocada en la cama, yo, pobre y desmirriado mortal sin experiencias que apenas conocía la vagina de una mujer en las láminas de la revista Luz.

--Bueno y ¿cómo hago para irme con ella?—pregunté cuando ya habíamos consumido cuatro cervezas cada uno.

--Tienes que ir al mostrador y decirle al cantinero que vas a pagar la multa por las dos horas que le faltan por trabajar a tu amiga—me dijo Jorge y le hizo señas a la gordita para que llegara a la mesa con la cuenta.

--Lo demás ya te lo hemos explicado y lo que no, ella se encargará de explicártelo—agregó Pepe.

Y así lo hice. Pagué al cantinero la multa y mi gordita y yo salimos a los pocos minutos del bar con rumbo al pasaje. Pepe y Jorge nos acompañaron hasta la esquina de la calle 37 con avenida primera. Y solo se fueron en sus bicicletas cuando desde esa esquina nos vieron entrar en el rancho de palma y bahareque de nuestro destino.

--Aquí es mejor –me dijo ella en la puerta--. Estamos más en confianza. Además, cuando terminemos tú no tienes sino que cruzar el patio para llegar a tu casa.

La joven mesera vivía en una pieza que la ocupaba casi por completo la cama. Una mesa con vasos y cubiertos, dos sillas, un espejo de pared, una repisa con cosméticos y un baúl, completaban el mobiliario. Enseguida de la puerta que daba para el patio del pasaje había un alero de palma y debajo de él un anafe, un mesón de guaduas y sobre éste, un caldero, una olla y dos platos.

--Hasta que se me hizo—dijo, una vez quedó en interiores y se acostó en la cama. Y entonces le contemplé sus muslos que parecían de nácar y su sexo oferente y apretado que se le marcaba en su moruno de tela gloria.

--¿Cómo así? –le pregunté. Me había quitado la camisa, la franelilla y los mocasines y empezaba a quitarme los pantalones.

--Que desde hace tiempo tengo ganas de acostarme contigo, bobo-- me aclaró. Entonces me invitó con las manos y con la mirada. Y no se dijo más. Como si siguiéramos un libreto aprendido yo me subí a la cama en pantaloncillo y ella empezó a quitármelo y yo a quitarle el moruno y el sostén, hasta que quedamos completamente desnudos y empezamos el delicioso ejercicio del amor.

Hoy, después de tantos años, no sabría decirles cuanto tiempo duré cabalgando esa potranca alborotada. Lo cierto es que fue tal el esfuerzo y tanto el placer que después del segundo orgasmo me quedé dormido y desperté como a las seis de la mañana, a la hora en que las muchachas empleadas y de colegio del pasaje hacían cola en el patio para bañarse.

La gordita –de cuyo nombre no me acuerdo—no me dejó salir por la puerta de la calle sino por la del patio. Y todavía recuerdo la cara de asombro de las muchachas cuando me vieron despedirme de ella con un beso trasnochado y cruzar hacia mi pieza despelucado, con la camisa sobre los hombros y un caminado alabancioso, como si le estuviera dando la vuelta al ruedo, y en especial recuerdo la sonrisa y mirada insinuantes de una panadera de piel trigueña y cabello quieto que parecía decirme: Si ya te graduaste de hombre, flaco, mañana puedes darte una revolcada conmigo.



Montería, enero de 2009.

sábado, 10 de octubre de 2009

MICROTEXTOS

1.-OLVIDO TRASCENDENTE
El día que Sócrates dio la conocida respuesta dejó olvidada en su casa la libreta de apuntes.

2.-A ESPALDAS DEL AUTOR
Antes de entrar a la casa de la abuelita, Caperucita había planeado el final del cuento con el cazador.

3.-EXPERIMENTO IDEAL
El físico comprobó su error al cruzar por el agujero negro que lo condujo al mundo de los números negativos.

4.-COMO UN BOOMERANG
El pensador sintió que el mundo le daba vueltas y solo después supo que él lo había revuelto con sus ideas.


5.-BREVE HISTORIA DEL TERRORISTA
¡Booom!...

6.-SOSPECHA DE INFIDELIDAD
¡O Lotario o yo! —le dijo Narda a Mandrake.

7.-ESPEJO ALTERADO
--¿Espejito, espejito, quién es la mujer más hermosa del reino?
-- Bo Dereck
--¿Quién?… ¡Pero si esa no ha nacido aún!
--Uhhh…perdóneme majestad, me equivoqué de frecuencia.

8.-EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

El hombre vio al perro en la acera y bajó a la calzada para evitarlo. Al verlo pasar distante y temeroso, el perro le dijo: ¿Por qué me temes? ¿No soy acaso el mejor amigo del hombre?

miércoles, 7 de octubre de 2009

MI GALLITO


Mi gallito tenía las plumas doradas y negras. Tenía una cresta roja y caída como los gallos grandes y se la pasaba correteando a las gallinas del vecino.
Yo iba a su encuentro siempre que llegaba del colegio. Lo cargaba y lo acariciaba y lo ponía a picotear los granos de maíz en mi mano y a beber agua en la taza que le había colocado en el abrevadero.
Mi gallito cantaba todas las mañanas que era un contento y era tan hermoso su canto que competía con el turpial de los Gómez y le ganaba en tesitura y brillo.
Alguna vez dije que mi gallito crecería y que tendría unos pollitos parecidos a él y que moriría de viejo, como morimos todos. Pero yo tenía doce años y mi gallito era tan pequeño que no había porqué pensar en esas cosas. Él era, por esos días, mi juguete preferido. Y no tenía mucho de donde escoger porque mi mamá era un ama de casa pobre y mi papá no tenía un empleo estable.
Una tarde llegué del colegio, tiré los libros sobre la cama y me fui a buscar a mi gallito. Regué la vista por todo el espacio del patio pero no lo vi. Debe estar en el gallinero de al lado, pensé. Pero tampoco. ¿Se fue para la calle? le pregunté a mi mamá. Ella no supo que responderme, se le notaba triste, con la mirada en otra parte. Como si no quisiera revelarme la suerte de mi gallito. Pero yo abrigaba la esperanza de que apareciera en las manos de algún vecino, como había ocurrido en dos ocasiones anteriores. Pero no ocurrió.
Media hora después supe la verdad al ver en el plato sobre la mesa un par de muslos pequeñitos que me negué a comer. Me fui entonces para el cuarto a llorar y a decir entre sollozos todo lo bueno que sabía de mi gallito y a gritarle a mi mamá que yo no era capaz de comérmelo. Mi madre llorosa y arrepentida me abrazó y me dijo: Eso es lo malo de ser pobre, mijo. A veces hacemos lo que no queremos. Por necesidad.

Montería, septiembre de 2008

sábado, 3 de octubre de 2009

MI DULZAINA

Esa tarde mi madre se peinaba su larga cabellera frente al almendro de la puerta y se untaba una tintura para esconder los años. Mi padre solía llegar todas las tardes con un periódico viejo, una bolsita de algo y una tristeza. Después del colegio yo jugaba en la sala con una dulzaina y cantaba las canciones que escuchaba en la radio del vecino. Los domingos salía a cazar torcazas con mi honda y un arsenal de bolitas que elaboraba con el barro del río.
Mi padre era un empleado de la ruleta del gamonal y trabajaba todo el día en el bar de Sagbini y los sábados en la gallera. Esa tarde llegó con el periódico y su tristeza pero sin la bolsita, y quiso que yo le prestara la dulzaina a uno de los contertulios de la parranda de enfrente. Rascaba la guitarra un guitarrista trasnochado y el gamonal quería escuchar el vallenato que le cantaba Abel Antonio cuando llegaba de correrías. “Este es el amor, amor, el amor que me divierte”. Pero hacía falta la acordeón para entonar la melodía y la dulzaina la reemplazaba. Y se trataba del gamonal, el dueño de vidas y haciendas, que quería complacer a su “querida” del barrio Abajo, la mulata culiparada que se bañaba todas las tardes en el canal con nosotros.
Mi madre –temiendo el contagio de una mala enfermedad-- se opuso al préstamo y se enfrentó a la obligada y lamentable sumisión de mi padre como una fiera, como nunca la volví a ver en mi vida, y yo escondí mi dulzaina en los matorrales del patio. Mi padre, lleno de rabia porque quedó como un zapato ante el patrón, me botó en la letrina la honda, las bolitas de barro y un pedazo de mi alma. Mi madre, al tratar de impedírselo, regó la tintura y la otra mitad de sus afectos por el suelo.
Desde entonces dejé de matar torcazas y esperanzas y empecé a ver al gamonal de otra manera.


Montería, septiembre de 2008.