domingo, 3 de noviembre de 2013

LINA ES EL NOMBRE DEL AZAR (cuento)



Por Antonio Mora Vélez.

La leyenda de Lina Farah, queridos discípulos, se remonta a los años finales de la primera centuria del tercer milenio, justamente por los tiempos en que las llamadas grandes potencias de entonces firmaban el acuerdo de destrucción total de las armas biológicas y la epidemia del Némesis cobraba más de doscientos millones de vidas en todo el orbe.

Lina trabajaba como reportera en un diario vespertino de Bogotá y en las horas de la noche cursaba estudios de física en la Universidad Nacional. Era joven y hermosa. Una estudiante alegre y amiga de las cosas nuevas. Nada hacía pensar que se convertiría, poco después, en una celebridad por sus poderes paranormales. Como es dable suponer, hubo una primera manifestación de tales poderes de la que casi nadie se percató en su momento, salvo Lina, como es apenas natural. Ocurrió cuando ella cubría la información de la expedición Sayonara comandada por el piloto cosmonauta Yoshiro Takeba. Minutos antes de que sucediera el terrible accidente, Lina dejó escapar un grito desgarrador que los presentes pensaron era causado por el aspecto terrorífico del robot que prestaba el servicio de refrigerio en el cosmódromo de Wakkanai. Todos sonrieron y algunos rieron sin tapujos. Lina no. Ella quedó como paralizada, con la mirada fija en el cielo nipón. Y no tuvo que esperar mucho en esa actitud. A los pocos minutos la nave de Takeba se declaraba en emergencia y casi enseguida se convertía en una larga estela de fuego que se consumía en las aguas del mar de Ojotsk, ante la mirada atónita de millones de televidentes y el desespero de los científicos y técnicos de la Dirección Espacial del Sol Naciente.

Esa fue la primera señal conocida de lo que sería, con el correr del tiempo, el inusitado poder de Lina. Por esa época la telepatía había alcanzado grandes progresos y los neurofisiólogos continuaban trabajando con la hipótesis de la propagación de las ondas síquicas a través del espacio, movidos por la necesidad de encontrar medios de comunicación para el rescate de personas atrapadas o incomunicadas por derrumbes causados por los movimientos telúricos.

Lina culminó sus estudios de física y se casó con un joven investigador del subconsciente, a quien conoció durante las sesiones de sicoanálisis que su médico le había recomendado para que se acostumbrara a sus espontáneas revelaciones del pasado que tanto le perturbaban. Fijó su residencia en Montería, en cuya universidad logró vincularse como profesora. Durante algunos meses llevó una vida normal, sin los sobresaltos de esos trances que le hacían devolver en su conciencia las manecillas de la historia.

Un día de campo de diciembre en las hermosas praderas del Alto Sinú, Lina volvió a experimentar sus facultades de clarividente. Estaba recostada en un frondoso camajón en compañía de su hija cuando vio, del mismo modo que a Takeba en llamas, la imagen de una princesa zenú que corría tras un aborigen esbelto. Y vio también que la princesa se acostaba después en un espacio abierto sobre una inmensa piedra con forma de huevo y le hablaba a su acompañante de las titilantes luces del alba, allende el océano, que a su padre, el viejo cacique de la tribu, le habían parecido señales de mal agüero. Lina abrió los ojos y miró a su hija. La tomó entre sus brazos y llamó a su esposo, quien se encontraba cerca. Este le dijo, luego de escucharle el relato:

—Es un sueño. Un simple afloramiento de historias mezcladas...¡sosiégate!

Pero Lina sabía que no era así. La escena había ocurrido en ese mismo lugar, siglos atrás, y ella la había visto en todos sus detalles: el color de la tierra, el vestido de oro de la princesa, la comba del río a esa altura de su recorrido y sobre todo, el camajón frondoso de ese momento, que ya lo era en la época de la visión.

Después de ese trance, Lina viajó más a menudo por los caminos perdidos de la historia y cambió el modo de parecer a su marido. A instancia de los investigadores de la protohistoria viajó con su mente prodigiosa por el pasado remoto y descubrió que el templo de la ciudad de Dweenah, en las estribaciones meridionales del Himalaya, era una cosmonave petrificada y que los Dzopas, sus pequeños y casi translúcidos moradores, eran en verdad descendientes del cielo. Descubrió que las pirámides de Egipto fueron enclaves de una expedición extragaláctica que visitó la Tierra por los comienzos del neolítico y que los dogones del Africa no mintieron cuando dijeron a los antropólogos que ellos venían de Sirio y que ésta era una estrella doble con dos planetas habitados.

Hubo dudas respecto de la seriedad de las visiones de Lina. No faltaron quienes dijeran que se trataba de un montaje encaminado a reforzar las tesis de los partidarios de la historia fantástica. Por esto, los más destacados parapsicólogos de Ucrania se interesaron por ella. Sobra que les cuente que la invitaron al célebre centro de investigaciones paranormales de Kiev y que allí la sometieron a un delicado proceso de escarbamiento mental que tenía el objetivo de definir la fuente de sus asombrosos poderes síquicos.

Una mañana gélida de invierno, Lina fue sometida a la prueba definitiva con el S-Gadyvatel-10, máquina compleja de interpretación de los sueños que sumergía a los pacientes en las insondables aguas del pasado pero de un modo inducido, al margen de sus facultades. Se trataba de probar que las capacidades mentales de Lina tenían raíces orgánicas y que no había nada de sobrenatural en ellas. Lina parecía dormir y todos los científicos del Centro se mantenían en estado de alerta, pendientes de la pantalla del S-Gadyvatel en la que aparecerían las escenas del sueño.

El momento anhelado llegó pronto. La pantalla se iluminó y aparecieron en ella un extraño ser peludo que llegaba a la cima de una montaña con un ciervo a cuesta y una mujer prehistórica acompañada de dos críos que corrían a recibirlo. Los pequeños danzan alegremente alrededor del animal muerto dejado por el cazador encima de una roca. La mujer exclama unos fonemas incomprensibles, al parecer en alabanza al hombre por la proeza realizada. El ser peludo mira hacia el cielo y exclama: ¡Atlán! –las demás frases son intraducibles–. La mujer lo imita y de ese modo se confunden en el rito de la gratitud. Momentos después se concentran en el animal, lo descuartizan, lo asan y sacian el hambre.

El S-Gadyvatel hizo una pausa mientras las imágenes se perdían en un centenar de rayas horizontales. Todos creyeron que allí terminaba la sesión, pero no fue así.

—Los seres de la montaña atraviesan la pradera de los cactus y llegan al río que baña sus barbechos. En la pantalla aparece por vez primera el arado y el amarillo del maíz sembrado. Pero ya no son cuatro sino centenares y no le rezan a Atlán sino a Quetzalcoátl —dice la voz que explica las imágenes. Los investigadores de Kiev no se asombraron. Tampoco quedaron convencidos del todo porque nada de lo mostrado por el aparato era nuevo. Para una mujer culta era relativamente fácil soñar con esos datos del pasado y agregarle la fantasía implícita en todo ejercicio onírico.

Después de ese experimento, Lina regresó a Sudamérica y se incorporó como docente en la Universidad de Córdoba. Aún sin develar el misterio, Lina encontraba, y cada vez con mayor frecuencia, la explicación de muchos secretos de la antigüedad. Por su memoria prodigiosa desfilaron los dioses de la mitología sumeria tal y como fueron presentados por Beroso; las ruinas de Bimini sobre la superficie costera de la Atlántida; el observatorio astronómico de Stonehenge; las esculturas de Pascua dedicadas a perpetuar la presencia de los expedicionarios de Tau Ceti; el tridente dejado accidentalmente por el comandante de la citada expedición en la bahía de Paracas; los mapas Aero fotográficos de Piri Reiss que mostraban la Antártida sin hielos, y muchas otras huellas de esa edad presuntamente primitiva no suficientemente investigada y todavía envuelta en las brumas de la especulación.

Una tarde de campo en las cuevas de Palmira, cerca de Tierralta, Lina quiso contemplar los pictogramas encontrados en ellas por los arqueólogos de la universidad. Durante mucho tiempo se creyó que estas cuevas ocupadas por murciélagos tenían como único atractivo las estalactitas de su bóveda oscura. Por eso Lina se interesó en las paredes de las citadas cuevas...

—¡Lo tengo! —dijo después de contemplar un centenar de dibujos curiosamente parecidos a los de los indios Hopi del occidente norteamericano. Su marido, quien estaba a su lado, pensó que se trataba del desciframiento de los pictogramas y pensó en Lina informando a la comunidad científica que los mayas habían llegado hasta Momil en el Sinú y que desde allí se habían dispersado por toda la geografía suramericana. Pero no. No era eso lo que quería decir Lina, quien por esta vez no entró en trance alguno. Su certeza provenía, al parecer, de un simple golpe de lucidez, de una de esas raras percepciones repentinas que muestran en un instante todo un resultado buscado por años, como si hubiera estado allí en el cerebro pero separado por piezas. Lina le dijo a su marido, todavía con el jadeo de la excitación, que su caso tenía una interpretación que rebasaba los horizontes de las ciencias contemporáneas, y que había llegado a ella después de analizar las extrañas figuras, una de las cuales semejaba la estructura de un fósil molecular. Sostuvo entonces que en su cerebro, por la acción de algún neurotransmisor arcaico, se producía la sintonización del pasado. Dijo también que sus adenones nerviosos podían haber repetido al azar toda la arquitectura molecular del sistema cortical de algún científico del siglo XX, lo cual originaba el efecto de captación de los episodios remotos, a la manera de un receptor de frecuencia orgánica.

Como les dije al inicio de la clase, Lina Farah vivió a finales del primer siglo del tercer milenio y es hoy una hermosa leyenda conservada por nuestros archivadores Omega. Todavía no se descubre la forma de repetir, aminoácido por aminoácido, el edificio natural del ser vivo; ni tampoco la utilización de las moléculas fósiles en el estímulo de la memoria histórica de la especie. Pero las leyendas estimulan no solo las fantasías sino las ciencias. ¿Quién puede decir que en el futuro no podamos descubrir los verdaderos orígenes de la razón en La Tierra con métodos semejantes?

1987