domingo, 1 de noviembre de 2009

EL BORRACHITO DE LA 36

Durante los primeros años de la década maravillosa, cuando apenas empezaba a vivir la vida por mi cuenta, trabajé en la radio como locutor. Hacía un programa de complacencias y gracias a las letras de los boleros de moda enamoré a una muchacha de amplias caderas y buenas piernas que tenía rostro y ojos orientales y una cabellera negra que le llegaba a la cintura. Se llamaba Elvira y me visitaba casi todas las noches en los estudios de la emisora, situados en el segundo piso del edificio Pupo. Allí esperaba a que terminara mi turno y luego de un rato de besos y amasijos que no pasaban a mayores, la acompañaba hasta su casa en la calle 40 y luego regresaba a la mía, cinco cuadras antes.

Una de esas noches pudo haber terminado en tragedia y hoy no les estaría contando el cuento. Ocurrió que en el pretil de un bar esquinero, frente a la plaza grande, dormía su borrachera uno de los tantos bohemios de la ciudad. Eran como las doce y cuarenta de la madrugada y apenas estaban despiertas las vendedoras de sopas de mondongo de la 36 con tercera, que se decía eran especiales para los amanecidos, y el portero de la pensión San José, pensión económica que servía de refugio a las parejas que salían de los bares vecinos, luego de una noche de aguardientes acompañados con las canciones románticas de Orlando Contreras y de Olimpo Cárdenas.

Elvira y yo avanzábamos tranquilos por la carrera cuarta y vimos al borrachito acostado en posición fetal y no le pusimos mayor interés porque estaba dormido. A esa altura del trayecto hablábamos sobre el retrazo menstrual que a ella le preocupaba. Yo le decía que había leído en la revista Luz que eso le ocurría con frecuencia a las mujeres y que no necesariamente era signo de embarazo, que para mayor seguridad tenía que hacerse la prueba del sapo. Además, le decía: “Chinita, nosotros no hacemos el acto sexual completo y la baba que me sale durante las sobadas no empreña”. Mi novia me decía que sí empreñaba y que ella quería ir donde un médico pero que no tenía dinero y que no podía pedírselo a su mamá. Yo le propuse entonces que fuéramos donde un farmaceuta amigo que no nos cobraba y estábamos en esa discusión cuando de pronto oímos y vimos que el borrachito, tal vez por la bulla de nuestras voces, se despertaba y apuntaba para todos lados con un revólver.

--¿Quién anda por ahí, ah?… ¿Quién me va a robar?

El portero de la pensión se metió corriendo por la puerta y yo le dije a Elvira –lo que nos salvó la vida—que no mirara hacia atrás y que siguiera caminando, normalmente, como si nada. Estábamos a cinco o seis metros del potencial homicida pero del otro lado de la calle, bordeando los límites de tierra de la plaza grande, la misma que había recibido la sangre de muchos manteros durante las tardes de corraleja.

--¿Y si nos dispara?- -me susurró Elvira y tuve que sujetarla por el brazo para evitar que corriera.

--Es más fácil que nos dispare si corremos –le contesté de igual modo--. Sigue así como vamos, que no nos va a pasar nada.

Y así fue. A los pocos pasos oímos refunfuñar al borrachito y quedarse callado, supongo hoy que guardó su revólver y se volvió a acostar sobre el pretil. Sentimos entonces que el silencio de la ciudad regresaba para acompañarnos por el resto de la caminata. Apenas si se escuchaba el murmullo del viento que mecía los tamarindos de los patios y a lo lejos el canto de una lechuza espantada que volaba en busca de otra premonición.

Cuatro cuadras más adelante dejé a mi novia en la puerta de su casa y regresé enseguida pero por la carrera quinta, del otro lado de la plaza, y no vi al personaje en la acera iluminada del bar. Vi al portero de la pensión que desde la calle me decía con los brazos: Se fue. Caminé una cuadra más, llegué a mi casa de madera y zinc, todavía sudando el frío de la impresión, empujé la puerta que mi mamá dejaba apenas ajustada, me tomé la limonada que estaba sobre la mesa y que ella me preparaba todas las noches, la escuché decirme: “Hijo, gracias a Dios llegaste…tuve un sueño feo y he estado rezando por ti” y me acosté con la idea de haber sido aplazado por la muerte esa madrugada monteriana de 1963.


Montería, febrero de 2009.