EL ESCRITOR Y LA JINETERA
Ese día anterior al del retorno a su país, y
luego de hacer las maletas, el veterano escritor se acostó en la cama,
sintonizó la radio Reloj y se dedicó a repasar las experiencias de cinco días
de reuniones con colegas de la Isla y de otros países hablando de literatura,
recordando sus palabras en el panel en el que participó en el Centro Cultural
Guillén y sus caminatas por las calles de La Habana, tratando de
identificar las que fueron descritas por
Cabrera Infante en su novela La Habana
para un infante difunto… Minutos
después cambió de emisora para escuchar música, mirando el techo del segundo
piso de la vieja pero cómoda mansión del barrio El Vedado de La Habana en la
que se encontraba hospedado y que sus dueños –una economista de nombre Marcela
y su esposo, un chef especialista en postres y tortas- habían convertido en
casa-hotel para turistas pero sin servicio de alimentación.
Hacia las doce del meridiano el escritor
pensó en su almuerzo Decidió entonces salir a buscar un
restaurante y de paso respirar el aire marino de las calles habaneras y le
pidió a Fernando, un pensionado ex conductor de “guagua”, dueño de un coche
negro con muchos años de viaje y quien vivía en un piso vecino, el favor de que
lo llevara al paladar de la avenida G
que le había recomendado Marcela y que estaba
en el amplio garaje de una de las mansiones de El Vedado que aún
conserva la imponencia, la belleza y la sana armazón de sus mejores épocas.
Fernando, quien ya lo había llevado a bajo
costo a varios sitios turísticos de la ciudad, le dijo que esperara un rato mientras le ajustaba una
bujía al motor de su viejo Oldsmobile
58.
-Creo que queda en una esquina de la Avenida
de Los Presidentes pero no recuerdo cuál- le dijo al salir y el conductor dobló
por la siguiente calle para regresar por la vía arteria denominada Línea y
continuar hacia el amplio y hermoso bulevar que termina en el Malecón, frente
al mar, a pocos metros de ese edificio en forma de templo evangélico en donde
están las oficinas de la Casa de las Américas.
-Lo que sí sé es que está a pocas cuadras del Centro Guillén-agregó el
sexagenario escritor.
Fernando siguió sus instrucciones y cruzó la
Avenida de Los presidentes, también llamada G, dobló hacia la calle 11 y
comenzó a buscar la esquina en donde el escritor creía quedaba el citado
paladar. Pasaron por los cruces de G con 13, con 15, con 17, con 19
(curiosamente las calles se numeran evitando los números pares) y no
encontraron el mentado restaurante privado que su hospedera le dijo era de
propiedad de uno de los accionistas de una compañía de turismo española.
-Oye chico, no sigamos dando vueltas y vámonos a una Paladar, muy barata
y buenísima- dijo el conductor luego de la infructuosa búsqueda. Dobló
entonces por la calle 19 y siguió derecho hacia la zona comercial y hotelera de
la ciudad pasando por las esquinas de las calles G hasta la M. Durante el
recorrido pudo nuestro escritor contemplar la variada arquitectura habanera y
constatar que el tiempo parecía haberse detenido en muchas de esas calles, que
sus mansiones y palacetes se veían como partes de un museo en vivo que guardaba
los recuerdos de la señorial Habana de los años cincuenta.
Una vez llegaron al lugar pensado para el
almuerzo por Fernando, éste aparcó su “cacharrito” en una amplia bahía de arena
y condujo al escritor a la casa de una mujer que ofrecía alimentación a
turistas del tercer mundo.
A esa hora del día, Línea tenía pocos
vehículos en circulación y casi ningún transeúnte. La Habana era una ciudad
solitaria y nuestro personaje dedujo entonces que la causa era que todo el
mundo almorzaba en su lugar de trabajo.
Al llegar al paladar situado en la parte
trasera de una vetusta casona que había perdido parte de la cancela de la
entrada, entraron por un corto y angosto corredor cercado con arbustos y
encontraron, en lo que parecía ser la antesala de la residencia familiar, a un
par de mulatas jóvenes que departían alegremente y escuchaban música por la
radio.
Ya en la
antesala, que más bien era un amplio corredor cubierto con el alar del techo,
Fernando entró en materia con la dueña.
-Tía: Aquí le traigo a un socio colombiano para que
me lo atienda bien…
-Recomendado por usted, Fernán, delo por
seguro -le contestó la mujer morena, cincuentona, bajita, gordita y con pocos
encantos.
Enseguida se dieron un abrazo e intercambiaron unas cuantas palabras sobre
sus rutinas de familia y de trabajo, dando a entender que entre ambos había más
de una razón para sentirse solidarios en sus afanes de todos los días.
Antes de despedirse de su amiga, Fernando
le indicó a nuestro personaje la forma de regresar a pie a la casa-hotel de
Marcela y se marchó con dirección a su automóvil. La dueña del paladar, de
nombre Odalys, lo vio partir y luego invitó al escritor a que entrara en la
salita que tenía destinada para el negocio y en la cual había, además de las
dos mesas con sus sillas, un abanico de pedestal que sonaba como una matraca y
una ventana por donde entraban la claridad del día y la brisa del mar.
-Hoy tenemos solamente arroz con frijolito
negro, pollo deshuesado, boniato, ensalada de tomate verde y cebolla y
chicharritas- le dijo. Y qué son las
chicharritas, preguntó Guillermo. Unas tajaditas redondas de banano verde… ¿Y
qué es el boniato? Un tubérculo como la malanga pero dulce y más pequeño. ¿Y
cuánto vale todo eso? Cinco cucs.
-Está bien, sírvame cuanto antes por favor
que ya se me pasó la hora del almuerzo –dijo Guillermo (era la una en punto) y
recordó que en el Paladar del español la cena de arroz blanco con pescado, papa
al vapor, ensalada verde, dulce y jugo de guayaba, le había costado diez
cucs.
Se dispuso entonces a leer lo que alcanzara
de la antología de cuentos titulada Hijos
de Korad, que había comprado en la Feria del Libro. Y comenzó por el cuento
Detector de intrusos de Yoss en el
que dos personajes, Karlo y Karla, se van a la cama apenas conociéndose,
impulsados por la idea de haber sido amantes en otro de los mundos paralelos
que existen en el multiverso. Pero no alcanzó a leer mucho porque a cada rato las mulatas de la entrada
le llamaban la atención con sus risas y sus caminatas de exhibición,
contoneando las caderas con sandunguería, y también porque más rápido de lo que
pensó, apenas el tiempo necesario para calentar la comida, Odalys fue sirviendo uno a uno cinco platos:
el primero con el arroz y los populares
frijolitos negros, el segundo con el pollo deshuesado, el tercero con cuatro
pedazos de boniato, el cuarto con la
ensalada y el quinto lleno de chicharritas, en cantidades tales que le hicieron
exclamar:
-¡Señora, por Dios. Yo no me como todo eso…!
-Bueno, caballero, eso es lo que se sirve
aquí por los cinco cucs que le dije…ahora que si es mucho, lo que no le quepa
lo deja…no faltará quien se lo coma.
Guillermo puso entonces la antología al lado
derecho de la mesa, recostada a la pared, miró hacia la antesala de la
residencia, vio a las jóvenes mulatas practicando un pase de reguetón y sin
segundas intenciones le pidió a Odalys que invitara a la más espigada a que lo
acompañara a almorzar y le ayudara con todo esa comida servida…
Odalys sonrió y se dirigió al lugar en el
que las muchachas movían con sabrosura las caderas, como las movía la Sabrosona del célebre son montuno
grabado por Roberto Faz por los años cincuenta. Le transmitió el mensaje a la
señalada por el comensal y ella, como si lo hubiera ensayado varias veces,
caminó hacia el comedor con la elegancia de una modelo en pasarela y se sentó a
la mesa, regalándole una sonrisa que era más que un coqueteo de presentación,
un gesto de gratitud por la invitación.
La chica le pidió a Odalys los platos y los
cubiertos y esperó a que su anfitrión le dijera qué podía compartir de su
comida. Y él le dijo que la mitad de todo y ella, con buenos modales tomó de cada uno de los servicios lo que creyó necesario, acomodó las porciones en los
platos que había solicitado. Y empezaron a comer.
El pollo guisado en hilachas y adobado
con ají dulce y cebolla picada, estaba delicioso; lo mismo el boniato cocido
-que resultó ser nuestra batata- y también el arroz con frijolitos, y en
especial las crocantes chicharritas, no así la ensalada, a la que le hacían
falta los sabores del limón o del vinagre, un punto de sal y dos vegetales más,
como por ejemplo, el pepino y la lechuga.
Después de haber comido dos o tres porciones
e intercambiado unas cuantas miradas y sonrisas, Guillermo le preguntó en qué
trabajaba y ella le respondió que no trabajaba sino que estudiaba inglés en un
instituto. ..”Usted sabe, por el turismo y la oportunidad de ser guía, bien con
el Estado o por la izquierda”…Luego de que le aclarara que la expresión “por la
izquierda” quería decir, de forma particular, por fuera del Estado, le preguntó
cómo se llamaba y le contestó que Yanieska…
-Un nombre ruso, como muchos que he
escuchado en la Isla… ¿Señor y usted
cómo se llama y de dónde es?... Me llamo Guillermo y soy de Colombia, más
exactamente de su región caribe… ¿Y en qué plan usted vino a Cuba? Vine como
panelista invitado a la Feria Internacional del Libro...
La joven de piel morena observó detenidamente
el rostro rosado y con algunas arrugas y el cabello cenizo y ralo del señor
entrado en años que tenía delante de ella y sonrió.
-Usted se ve de lejos que es un filtro y un
abuelo muy querido.
Guillermo no entendió lo que le quiso decir
con la palabra “filtro” (luego sabría
que era sinónimo de intelectual) y optó por responderle que era escritor y que
tenía dos nietas muy lindas…
-¿Y vive con su esposa? Sí, pero ella se
quedó en Colombia...
Yanieska suspendió la ingesta de un trozo de
boniato que se llevaba a la boca con el tenedor, lo miró con picardía, sonrió y
le dijo, despacio, como si quisiera recalcar cada palabra:
-Pero ahora usted está solito en La Habana,
hablando con una mulata joven también sola y que no tiene nada qué hacer esta
noche… ¿Cómo le cae?
La insinuación no pudo ser más directa y él
la miró y vio en el brillo de sus ojos no la pasión sino la oportunidad de una
noche productiva, tal vez lo suficiente para comprar varias prendas de mujer en
alguna de las “turistiendas” del centro habanero.
-Así es la vida, no estaba en mis planes
venir a almorzar a este paladar ni mucho menos conocerte…
Odalys encendió en ese momento su radio y en
la emisora sonaba el chá-chá-chá Rico
vacilón que nuestro personaje bailó tantas veces en su juventud. Viendo Yanieska que su “filtro” movía el
torso siguiendo el ritmo de la música y que repetía la letra haciendo dúo con
el cantante, le preguntó mientras movía sus hombros con coquetería y sabor.
-¿Y ya echaste un pasillito con una cubana? Aquí no, en Colombia sí, con una
escritora joven de nombre Yanelis que estaba de visita y bailó toda una noche
conmigo en una taberna salsera de Cartagena… O sea que te gusta la gozadera,
sabes bailar y no tienes con quién– le concluyó la joven, sin poder ocultar la
alegría que le produjo el saberlo. Y él le respondió que sí, que le gustaba
bailar y que era un gran aficionado a la música cubana desde los tiempos en que
escuchaba en su pequeño radio de onda corta los programas musicales en vivo de
la Radio Progreso.
-Entonces vayamos a bailar esta noche al
Malecón…hay unos sitios con buena música, buena comida y un buen ron,
especiales para “yumas”. (¿Yumas?) Sí chico, así le decimos a los turistas
latinos -le aclaró sonriente.
A estas alturas del relato ya nuestro
escritor y creo que ustedes también, sospechaba que la joven Yanieska era una
de las llamadas jineteras que merodean por los hoteles y paladares de La Habana
en busca de clientes. Y guardó silencio un par de minutos que ocupó en pensar,
mientras avanzaba con la comida, en los sueños de reivindicación de la mujer de
los primeros años de la gesta heroica y en cuentos magistrales como Tiempo de cambio de Manuel Cofiño, que
reflejaban esa nueva visión de la vida.
-Se ha quedado usted callado… ¿No le gusta
la idea del baile? Bueno, la verdad sí, pero ocurre que yo no vine solo a Cuba,
vine con un amigo también colombiano que se hospedó en una casa-hotel vecina a
la mía y me gustaría que fuéramos con él, porque solo, para serte franco, no
querría ir.
Yanieska recibió esa respuesta con algo de
desconcierto, bajó la cabeza como avergonzada y le dedicó unos minutos a la
comida, pensando tal vez en lo difícil que resultaba convencer a un viejo
resabiado y en tierra extraña. Luego se
repuso de su turbación y atacó de nuevo preguntándole si su amigo era joven y
él le respondió que era menor que él, “es un cincuentón” le dijo. ¿Y es
blanquito y delgado así como tú? No. Tiene tu color de piel y es más alto y más
acuerpado que yo. Bueno, dígale entonces que le tengo una mulata de fuego que
lo va a poner a gozar esta noche…que cancele cualquier otro compromiso que
seguro no va ser mejor que éste…
La joven jinetera lo miró, esta vez con
picardía y le preguntó al tiempo que recogía la última porción de pollo que
quedaba sobre su plato: ¿Usted nunca se ha acostado con una cubana? Para serte
sincero, no. Bien, entonces prepárese porque esta noche es la primera –concluyó
ella.
Y entonces la duda se le convirtió en
preocupación porque en sus planes no estaba acostarse con una jinetera; pensaba
en lo ridículo que se vería con su cuerpo envejecido frente a la escultural
belleza de la mulata. Y principalmente por el temor al Sida, la enfermedad que
lo pondría en la ruta del olvido si la mala suerte lo arropaba con su manto.
Yanieska, al notar su desconcierto le dijo
enseguida, para justificar su actitud: Después del baile no nos vamos a sentar
en un escaño del parque como dos noviecitos, a agarrarnos de las manos y a
besarnos; si es así, como decimos en Cuba, no sirvió. Tenemos que ir a algún
sitio a dormir y a hacer el amor siquiera un par de veces…a tu hotel, por
ejemplo.
Frente a la contundencia de la
argumentación el escritor guardó silencio un rato y disimuló terminando con el
resto del pollo y del arroz, luego la miró y le dije: esto está delicioso. Ella
volvió a preguntar pero con la mirada, un arqueo de cejas y un fruncimiento de
labios que parecían decirle, como en la vieja guaracha de Daniel Santos: ¿Y qué
mi socio? ¿Y qué mi hermano? lo que lo obligó a buscar una respuesta
convincente.
-Lo que pasa es que estoy hospedado en una
casa de familia y no creo que me acepten ese tipo de visitas. ¡Claro que sí mi amigo, ellos son cubanos y saben
que estoy en la lucha! –ripostó ella inmediatamente-, las casas
autorizadas para prestar el servicio de hotel tienen que aceptarle al turista
la visita que él quiera. Si tú me das la dirección yo llego a la hora que me
digas…Pero en este caso es diferente porque yo soy amigo de la dueña y además
tiene un hijo adolescente, y me da pena, mejor vamos a un lugar que tú escojas,
a tu piso por ejemplo -le replicó sin estar convencido de lo que decía.
Odalys, quien había estado escuchando en la
sala, notó la inseguridad del viejo y la debilidad de sus argumentos y se
introdujo en la conversación:
-¡Chica, muéstrale lo que tienes para que el
hombre vea de lo que se pierde si no se decide!
Y la estudiante de inglés, como si siguiera
un libreto, se levantó de su silla, comenzó a mover su cuerpo con la
voluptuosidad de una bailarina de cabaret, a desabrocharse la blusa para que le
viera sus senos bien erectos que eran como dos peras de color miel y a bajarse
el jean hasta la altura del deseo para que le contemplara su espectacular cola
bantú, su vientre de gimnasta y el abultado lugar del placer que le ofrecía
en ese momento por obra y gracia de la casualidad.
En ese instante desfilaron por su mente las
imágenes de su juventud con todo su caudal de ilusiones políticas y sintió
pesar por ver a una chica con esa belleza y buenos modales, convertida en
jinetera; pero más le dolió constatar que la venta de sexo seguía existiendo en
Cuba a pesar de los cambios, pero que las mujeres que lo hacían tenían otro
nombre gracias a esa manera peculiar del cubano para manejar los eufemismos.
Entonces la contempló de arriba a abajo, como si estuviera frente a la estatua
viva de una orischa implorándole la protección de sus poderes ancestrales y le
dijo:
-Eres preciosa. Tu cuerpo parece haber sido
tallado por algún dios yoruba y tus ojos tienen el embrujo del mar Caribe…
Vaya, caballero, me resultó poeta el señor…-le interrumpió Yanieska. Y soltó
una risotada al tiempo que se arreglaba sus prendas de vestir y se sentaba a la
mesa nuevamente.
Luego de una larga pausa en la conversación,
que aprovecharon para terminar de consumir el agua servida, y él para pensar en
los años juveniles durante los cuales le rindió culto a la utopía, le aclaró:
-Pero con todo y eso que te he dicho, que lo
creo una verdad del porte de una catedral, debo repetirte que tengo que
consultar con mi amigo Lalo para ver si podemos hacer el programa de esta noche
con ustedes.
Yanieska lo miró con algo de duda pero
asintió con un gesto. Luego él se levantó de su silla y le pidió a ella que lo
hiciera igual, entonces la abrazó, le estampó un beso sonoro en cada mejilla
que la hermosa acompañante festejó con una risa incompleta; se separó de su
seductor cuerpo, la miró con una mezcla de cariño y de pesadumbre y se dirigió
a la dueña del Paladar:
-Tenga este billete de 20 CUCs. Cinco son
para pagarle el almuerzo, que estuvo abundante y delicioso, y los otros quince
se los da a la joven por haberme acompañado en la mesa.
Y diciendo esto se despidió de las dos, más
adelante lo hizo de la otra mulata del corredor, y comenzó a cubrir la
distancia hacia la avenida. La cara de sorpresa de Yanieska frente a la jugosa
propina se le quedó grabada a nuestro escritor en su mente y aún hoy, pasados
varios meses de la anécdota, la reproduce nítida en ese lugar de la memoria en
el que se almacenan las tristezas.
Cuando ya estaba para alcanzar el pretil, la
jinetera le gritó “¿Asere, qué volá?”. Él se volvió hacia su estampa de mujer
bonita, y supuso la pregunta por el gesto que hizo con las manos y le respondió
que Lalo y él estarían a las 8 de la noche en la esquina del parque Coppelia
frente al Cine Yara y entonces decidían qué hacer y a dónde ir.
Guillermo caminó varios metros por Línea
hasta J, pasó por un viejo y descuidado parque en el que había un busto que
recordaba las glorias de un patricio olvidado de la vieja República y luego dobló a la derecha hasta encontrarse
con Calzada, siempre buscando la sombra de los árboles. Por esta calle caminó
varios metros hasta llegar al edificio sin pintar de la casa-hotel, abrió la
verja oxidada que conducía a lo que parecía fue años atrás el garaje de una
limusina, abrió la puerta del segundo piso, subió las escaleras, que tenían
unas barandas negras de hierro torneado, con pasamanos de madera recién
pintada, abrió el pequeño candado de su habitación y se acostó en la cama con
la intención de hacer su aplazada siesta.
Eran las dos de la tarde de ese lunes de
febrero y una vez cayó en la cama, la brisa fresca del mar que se metía por la
ventana lo durmió hasta las cuatro y media. Minutos antes del sueño pensó en
sus años juveniles, en las interminables reuniones del centro Comuneros de la
Juco en el que estudiaba la teoría del socialismo; en los bailes a los que
invitaba a su novia Maruja para tratar de reclutarla para las filas y la
reticencia de ella no obstante que le dio para su lectura el folleto Lenin y la emancipación de la mujer y
que le insistió que solo en el socialismo la mujer alcanzaba la igualdad frente
al hombre y el pleno respeto a su libertad y a su dignidad.
Cuando despertó, el hijo de los caseros
había llegado del colegio y miraba en el televisor de su alcoba un programa de
dibujos animados. Se sentó entonces en una mecedora de bambú de la sala con la
intención de continuar leyendo la antología de cuentos. En la pared había una
serigrafía de la célebre foto del rostro del Che Guevara y al lado de la mesa
del televisor una biblioteca casi espectral con un centenar de libros
ennegrecidos por el polvo y el moho a los que casi no se les podía tocar porque
se desmenuzaban. El escritor alcanzó a leer dos o tres cuentos de la antología
que había comprado, siguiendo su vieja costumbre de leer un libro de cuentos
alterando el orden establecido en el índice. Después del primero de Yoss, leyó
el último titulado El hambre y la bestia
de Elaine Vilar, un cuento fantástico por el género y por su calidad literaria,
que le gustó por el tremendo contraste que propone entre el horror y el odio
provocados por la bestia y la resignación y el conformismo simulado de la
cazadora que se propuso matarla y no pudo…
Aproximadamente una hora después, cuando
leía el cuento de terror Al asecho, de Iris
Rosales, en el que una aparente jinetera habanera era en verdad una mujer araña
que se alimentaba de turistas, llegó Lalo, quien se había hospedado en el piso
de Fernando, y mientras ambos hablaban sobre la experiencia vivida en el
paladar de Línea, y sobre los cuentos leídos, llegaron los dueños de la
residencia.
Justo en ese instante el viejo reloj de
pared marcó las 5 y 45 de la tarde. Lalo y Guillermo se levantaron de sus
mecedoras, se trasladaron al comedor, sitio de las tertulias de todas las
noches, y se sentaron a esperarlos. A los cinco minutos salieron los esposos,
de la habitación del hijo. Marcela, enfundada en su pijama de seda china y con
la misma cara porque no usaba labial ni colorete, y su marido con una camiseta
blanca y una bermuda descolorida. Marcela les dijo -una vez enterada de la
anécdota con la jinetera y de festejarla con picardía-, que mejor no fueran a
la cita porque si los del DTI los veían caminando con ellas por las calles de
La Habana, los llevaban a una estación policial y los hacían pasar un mal rato.
-Además, en Cuba hay Sida y no obstante
los esfuerzos de la revolución, no ha sido posible erradicarlo…-agregó
Marcela-. Mejor dejen el plan con las jineteras de ese tamaño y nos quedamos
charlando esta noche sobre los problemas de Cuba y de América Latina y nos
comemos esta torta de ciruelas que hizo Miguel en la repostería donde trabaja y
que les brindamos con mucho cariño.
Lalo miró la torta y a su amigo y le
ratificó con la mirada lo que ya le había dicho al llegar, después de
escucharle la anécdota de la jinetera y la reseña de los cuentos de la
antología que había leído. Le dijo entonces: Guillo, nosotros no sabemos qué
clase de mujeres son esas, si tienen amigos malandros y si éstos las utilizan
para atracar a sus turistas como le pasó a Teo con el travesti que lo abordó en
el bar al cual fuimos en un descanso de
la jornada literaria del viernes. ¿Recuerdas todo el lío que se armó con la
policía por ese episodio? ¿Y qué tal que tus mulatas tengan Sida? ¿O que sean
mujeres arañas como la del relato de la escritora cubana que me acabas de contar?
(Esto último lo dijo sonriente)…Yo creo que mejor cenamos la comida que vende
la vecina de la calle J con siete, que es muy buena y barata, nos quedamos a
tertuliar con Marcela y su marido y dejas con las ganas al par de jineteras que
entusiasmaste con la propina de quince cucs que le regalaste a la Yanieska.
Luego de cenar y de comerse la torta de
ciruelas que les brindó Miguel y acompañarla con Tropicola y de hablar largo y tendido sobre la realidad política
del mundo, el escritor le canceló a Marcela los cinco días de hospedaje a razón
de 25 cucs por día, dinero con el cual ella le había dicho arreglaría los otros
dos cuartos del piso para ampliar el negocio.
Al mediodía siguiente partiría en el
“cacharrito” de Fernando hacia el Aeropuerto José Martí. Pero Marcela le había dicho que no se fuera
sin despedirse de ella porque le tenía un regalito que se le había quedado en
su oficina. Y la esperaron un largo rato en la puerta del edificio, y estaban
ya casi para irse cuando apareció Marcela bañada en sudor por la caminata que
tuvo que hacer desde su lugar de
trabajo. Al llegar y ver que Fernando embarcaba en el baúl de su coche las dos
maletas, se acercó al escritor, le deseó un buen viaje y pronto retorno y le
obsequió un libro titulado SIDA:
Confesiones a un médico, en el cual su autor: Jorge Pérez Ávila, cuenta los
conflictos humanos de sus pacientes y el trabajo que tuvieron que hacer los
salubristas cubanos con el apoyo del estado para evitar que la enfermedad
alcanzara niveles de pandemia. Luego lo abrazó y le dio un beso en la mejilla y
aprovechó el instante para susurrarle al oído que lamentaba lo que le había
sucedido con la jinetera.
Él sonrió, le agradeció sus atenciones. Y
diciendo esto se embarcó en el automóvil de Fernando, que salió directamente
por Calzada hacia la Avenida de los Presidentes. Al doblar por ésta hacia el
sur y pasar por la calle 7 vieron en la esquina el paladar del español que no
pudieron encontrar el día anterior. “Lo que son las cosas de la vida –dijo-. Si
lo hubiéramos encontrado ayer, no hubiera conocido a Yanieska”.
Varias cuadras adelante en la autopista
hacia el aeropuerto y al pasar cerca de la famosa Plaza de la Revolución, el
escritor le contó a Fernando, con todos sus detalles, su encuentro con la
jinetera…
- ¿Estudiante de inglés? –Exclamó Fernando,
sonriente, luego de escucharle con atención su historia-. No chico, ella habla
inglés perfectamente, es una buena muchacha, sana, correcta, hija de familia,
revolucionaria y trabaja por turnos en una de las tiendas del aeropuerto…ahora
tú la vas a ver -le dijo finalmente.
Un par de horas después, dentro del avión y
mientras éste sobrevolaba el tapiz verde de las nuevas provincias de Artemisa y
Mayabeque, nuestro escritor se lamentaría de no haber podido ver a su hermosa
jinetera, por mucho que la buscó en las tiendas de la sala internacional de
espera del Aeropuerto.
Mayo-diciembre de 2014.
Buen texto Antonio. La Habana y sus formas de convocar lo humano. Estaré de nuevo allá la próxima semana. Tal vez me encuentre en el aeropuerto con Yanieska. Abrazos.
ResponderEliminar