Para empezar, esta verdad: los
cuentos y novelas de Ray Bradbury tienen
un espacio especial en mi memoria. Y la razón es que nadie como él ha podido plasmar
en un relato la tristeza del hombre frente al futuro incierto que le espera,
sin necesidad de recurrir a las imágenes truculentas y terroríficas de algunas
corrientes modernas de la ciencia-ficción. Cuentos como Vendrán lluvias suaves y El
peatón son suficientes para hacernos entender que el hombre está condenado
a la extinción si persiste en su afán de acabar con la naturaleza -que es su
madre- en aras del progreso de los hornos y de las turbinas. En el primero de
esos cuentos, una casa inteligente que subsiste después de un cataclismo, sigue
sirviendo a sus huéspedes ya muertos como si nada hubiera ocurrido, hasta que
un incendio la destruye. En el segundo, un escritor -el último peatón de una
ciudad deshabitada- es descubierto por un carro policía automático y llevado a
un centro siquiátrico para curarle sus “tendencias regresivas”, que por tales
entiende las de escribir y las de pasear para coger el aire de las calles
solitarias. O las Crónicas Marcianas,
una colección de relatos elegíacos en los que Bradbury reafirma su esperanza de
salvación de la vida humana muy a pesar de la destrucción de La Tierra y en los
cuales Marte es un símbolo del cual se vale al autor para mostrarnos todo lo
bello y bueno que perdimos en nuestro planeta.
Pero la joya de la corona es tal
vez Fahrenheit 451, novela en la que
Bradbury nos previene del poder alienante y desorientador de los medios de comunicación -lo que hoy es una
realidad- y del papel nefasto de los fundamentalismos
ideológicos y de los totalitarismos políticos, hoy de sobra conocido. Montag,
el personaje –“uno de los tipos más puros de la literatura universal” según
Charles Dobzinky-, descubre que leer y memorizar libros es mucho mejor que
quemarlos porque en cada uno de ellos hay alguien que dedicó parte de sus
sueños y de sus energías para escribirlos y porque en sus palabras tiene que
haber algo para que una mujer se deje quemar viva por el delito de poseerlos. Y
Montag cambia de bando y se une a los perseguidos del sistema, todos ellos
conservadores en el mejor sentido de la palabra, de las obras clásicas de la
literatura y del pensamiento.
La ciencia-ficción tiene dos
líneas aparentemente antagónicas: la distopía (mostrar un futuro nada bueno
para la especie humana) y la utopía (que propone todo lo contrario). Bradbury
tiene el mérito de haber superado esos límites otrora rígidos del género y
haber optado por su combinación. Por eso
en su obra, al tiempo que el hombre enfrenta realidades desconcertantes y apabullantes,
siempre hay una salida. Como lo dice uno de los personajes de Fahrenheit 451: “eso es lo maravilloso
del hombre; nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de
nuevo”. Además del lenguaje poético y de la fantasía desbordante que hay en
varios de sus relatos (Las doradas
manzanas del sol y Calidoscopio, por ejemplo), ese optimismo humanista es
uno de sus grandes aportes al género y una de sus enseñanzas a sus discípulos.
Con él aprendimos que el peor de los futuros posibles no puede cerrarnos las
puertas de la esperanza; esa esperanza bradburiana que transita por todos mis
libros de cuentos y poemas, empezando por Glitza
y que es el gran mensaje de mi novela Los
nuevos iniciados. Por eso, perdónenme si les digo que en Colombia nadie
como yo ha lamentado tanto su muerte.
Antonio Mora Vélez.
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