LOS
OTROS*
Habían transcurrido
diez años convencionales desde que los tripulantes de la Antar II iniciaron la
búsqueda de la enigmática fuente de energía que por años venía enviando, con
destino a nuestra galaxia, una señal arrítmica, periódica y constante. Fueron
diez años durante los cuales Karlem, la única mujer de la expedición, no cesó
un instante de pensar en la despedida, en las cosas hermosas que quedaron en La
Tierra, en las voces entrañables que le dijeron: “¡Karlem, enhorabuena! Eres la
primera mujer en viaje por los espacios intergalácticos, que es tanto como
decir, en viaje hacia el infinito”. Se
preguntaba una y mil veces. “¿Qué objeto tiene entregar el resto de una vida?”.
Pero se reconfortaba con la esperanza de conocer a los autores del incesante
llamado. Además, en más de una ocasión había soñado con la existencia de una civilización
más avanzada que la nuestra. Le parecía que el hombre terrestre, a pesar de su
innegable progreso, no había alcanzado su total perfeccionamiento. Aún existían
el odio, la envidia y el egoísmo, no obstante la alta tecnología productiva y
la educación dirigida. Consideraba que el Hombre integral sólo puede albergar
en las interioridades de su cerebro, amor, pero amor en la más amplia
significación del término. Y estaba convencida de que ese hombre perfecto debía
existir en algún lugar del universo.
La Tierra, en cambio,
había envejecido muchos siglos después de la época en que los astrofísicos y
radio astrónomos del Centro Gagarin, con fundamento en la tesis que sostiene
que en la naturaleza no se dan radioemisiones
de carácter periódico, llegaron a la conclusión de que dichas emisiones
tenían que provenir de alguna inteligencia del cosmos y además extraordinaria
porque las ondas del mensaje debieron partir cuando todavía no habían hecho su
aparición sobre nuestra superficie los primeros seres vivos y apenas si
terminaban de conformarse las primeras proteínas. Una estrella de la clase U,
ubicada en el plano medio ecuatorial de la galaxia IC-9801 del cúmulo de
Boyero, a tres millones de años luz, fue
señalado como el lugar del cual partieron
las poderosas ondas de radio captadas en La Luna. Y hacia ese lugar del cosmos
indicaban el rumbo las coordenadas de vuelo de la Antar II.
Por lo anterior,
Karlem, la valerosa ingeniero responsable de las comunicaciones, no logró
resistir el incontrolable deseo de conocer lo que está más allá de las
estrellas, y pudo armarse del valor suficiente para aceptar hacer parte de una
expedición incierta que quizás nunca llegue a su destino ni logre regresar a su
lugar de origen. Encerrada como estaba en sus pensamientos, no escuchó la orden
dada por el comandante Rob para que la tercera unidad de energía fuera activada
y la nave lograra la octava velocidad cósmica. Un breve titubeo y la astronave
brilló, con el fulgor de un sol, para anunciarle al espacio ilimitado que los
hombres de La Tierra se disponían a ingresar en sus misteriosos laberintos en
busca de nuevas realidades. La pantalla ovoidal se vio de pronto llena de
figuras fugaces, de líneas multicrómicas que semejaban un filme interminable y
de indescifrables puntos brillantes que se agigantaba para perderse luego. Habían
logrado la aceleración y velocidad necesarias para superar la atracción del
campo gravitacional galáctico. Atrás quedaba, como dormida en una alfombra
oscura, la Vía Láctea, nuestra ya pequeña morada.
Rob cumplía su quinta
misión en el espacio. Pero ésta era para él la más importante. No sólo porque
era la primera incursión extra galáctica del ser humano sino porque con ella se
le presentaba la oportunidad de demostrar su teoría de la Relatividad Simétrica
de la Materia que expuso en la Academia de Ciencias cuando resolvió conseguir
el grado en astrofísica. Por su mente aún desfilaban los rostros sardónicamente
sonrientes de los examinadores y en especial el de Lon Vert, quien le interrogó
entonces: “¿Acaso es posible que en nuestro planeta nazcan de padre y madre
diferentes, dos hijos exactamente iguales?”; para demostrarle que la simetría
de la Materia no podía llegar a los extremos por él pretendidos.
Varios años terrestres
después, una estela de luz con la intensidad de una supernova, iluminó las
aerodinámicas líneas de la cosmonave. Su luminosidad creciente duró pocos
segundos, los suficientes para que el ojo avizor del piloto electrónico
dispusiera la apertura de las cabinas de hibernación en las que los valientes
astronautas acortaban el tiempo para matar la monotonía y posibilitar el éxito
de la empresa. Rob miró la pantalla de controles y observó que quedaban en ella
huellas del extraño fenómeno, fragmentos titilantes de color plata se
refractaban en la cúpula de vitrilo formando una hermosa acuarela cristalina
que lo transportó imaginariamente a un mundo de fantasías. “¡Marcha atrás!”,
ordenó, no sin antes solicitar los cálculos a los ingenieros de vuelo. “Solo
una cosmonave es capaz de dejar rastros como éstos”, agregó.
Estaban justamente en
el lugar llamado de las carrozas de fuego, casi en la mitad del viaje. La
operación de frenada para constatar la naturaleza del objeto estelar visto
demoró algunas horas terrestres y la Antar II tuvo que regresar y adelantar dos
veces antes de quedar frente a frente con el misterioso objeto del cosmos, que
ahora se mostraba imponente como lo que en verdad era: una nave colosal que
tenía la figura de una golondrina en pleno vuelo. Dos extensos alerones que
terminaban hacia atrás en punta contrastaban con sus cuatro reactores en forma
de delta. Su cabina se alargaba como un hilillo de plata hasta confundirse con
las tinieblas del espacio.
Segundos de
contemplación más tarde, una lucecilla de color violeta apareció en las láminas
inferiores del cuerpo central y se fue ampliando hasta transformarse en una
pequeña plataforma recubierta por un cono de material trasparente. “No cabe
duda, vienen preparados para mostrarse ante nosotros” dijo Rob. Y tuvo que
criticar la imprevisión de los ingenieros constructores de la nave terrícola
porque no había en ella mecanismo alguno para mostrarse a otros seres del
cosmos en las afueras del espacio y era imposible todo intento de transbordo
sin poner en riesgo la vida de la tripulación.
El momento esperado por
siglos se producía. Y fue entonces cuando Karlem dio rienda suelta a su
fantasía recordando la ley de la complejidad estética de la materia
recientemente formulada. “Los habitantes de una civilización extraterrestre con
millones de años de existencia, tienen que ser anatómicamente perfectos,
hermosos, y espiritualmente pletóricos de amor y de optimismo en las infinitas
capacidades de la inteligencia. Igual que en los cristales, la materia viva en
su desarrollo ascensional adopta una organización mucho más armónica y
perfecta, en proporción al tiempo de evolución”. Rob, por su parte, no pudo
evitar pensar en ese instante, en las interminables sesiones de la Academia y
en la frase final de su discurso: “La simetría es una propiedad universal de la
materia que no admite excepciones. En algún lugar del cosmos debe existir una
galaxia o un sistema estelar o un planeta parecidos a los nuestros pero de
signo contrario”. Tampoco pudo evitar pensar en la imposibilidad de comunicar a
sus descendientes de La Tierra el gran encuentro, en Varna su esposa resignada
quien le dijo al partir: “Rob yo sé que tú algún día, cuando de mí no quede
sino el recuerdo, allá en el infinito, podrás gritar que tenías la razón”. Y
pensó también en los años de viaje que todavía faltaban, en la cara huesuda de
Lon, en los ojos anhelantes de Karlem, en tantas y tantas cosas, que no observó
dos figuras esbeltas, desnudas, que aparecieron en actitud de danza y modelaje
sobre la plataforma de cristal de la astronave amiga, ni escuchó la exclamación
de asombro de Karlem al mirarlas: “¡Pero si somos nosotros!”.
Montería, 1972.
Buenas,
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